No es el modo más romántico de recibir la primavera. La banca ha vuelto a dar un respingo y la economía reacciona con el déjà vu de 2008, reviviendo una pesadilla de hace tres lustros, cuando la quiebra del Lehman Brothers desató el pánico y la recesión, que marcó el rumbo infausto de esta década.

Xi Jinping junto al presidente de Rusia, Vladímir Putin, este lunes.

Xi Jinping junto al presidente de Rusia, Vladímir Putin, este lunes. Reuters

Ahora llueve sobre mojado porque venimos de una retahíla de crisis concatenadas como una saga sin fin. Aquella vez le vimos las orejas al lobo. En esta ocasión, cuando despertamos, el lobo todavía estaba aquí.

El Silicon Valley Bank ha sido la espoleta en Estados Unidos. Y el Credit Suisse, la confirmación de que el virus saltó de orilla a orilla y ya nada nos libra. Todos los problemas se vuelven pandémicos.

Lagarde imita a Mario Draghi en 2012, en mitad de aquella crisis. "El BCE hará todo lo necesario para sostener el euro. Y, créanme, eso será suficiente", decía entonces el italiano en Londres.

Para aplacar esta crisis de nervios, la presidenta del BCE asegura estar en condiciones de "responder según sea necesario" con toda la artillería del Banco Central Europeo, pese a su determinación en no detener el ascensor de los tipos de interés.

La paradoja de esta boca de fuego en el sistema financiero es que, en paralelo, el presidente chino, Xi Jinping, haya viajado a Moscú con un supuesto plan de paz para Ucrania, como si unas llamas apagaran otras si no se expanden las dos. A tal fin resuena la soflama del Kim Jong-un a los suyos a estar preparados para un ataque nuclear. O la del número dos ruso, Dmitri Medvédev, en su línea, que vocifera como algo "completamente imaginable" dar respuesta con misiles de precisión contra la sede del Tribunal de La Haya a la orden de arresto contra Putin.

Es ya primavera y, pese a todo, Finlandia sigue siendo el país más feliz del mundo. Arde París, y Dominique Lapierre y Larry Collins ya no están para verlo. El ardor guerrero recorre Europa tras un año bajo las bombas rusas. La banca se echa al monte. Las calles de Francia están al rojo vivo por el decreto de las pensiones y han sonado los tambores de las censuras a Macron. España es un campo de batalla. Tamames se puso el casco y Abascal las armaduras medievales para batirse con Sánchez, el sicofante, como lo llamaba Gustavo Bueno. Es la derecha contra la izquierda. "Matadlos", espeta Ayuso, y aclara que es un chascarrillo informal.

No hay marcha atrás, los ejércitos ya han salido de los cuarteles. Y el papa suena extemporáneo y cándido clamando ante una delegación política de Madrid que piensen "en el pueblo por delante de las ideologías". Y abogando por la "unidad", cuando estamos en campo minado, con elecciones a la vuelta de la esquina, y reina el caos y nada escapa a la ira. Es un mal universal, todo a la vez en todas partes.

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Tenemos motivos para estar preocupados. La amenaza de una epidemia bursátil y el peligro de que la banca entre en una vorágine de inestabilidad justo en medio de una guerra y una escalada desenfrenada de la inflación obliga a reescribir las recetas de una crisis que lleva larvada dos años y que Europa había contenido con los fondos keynesianos de Next Generation.

Von der Leyen y Christine Lagarde tendrán que tomar un té y concertar un plan de paz.

Todos los pronósticos ahora huelgan. Hace tiempo que el cartero no trae buenas noticias. Y nos hemos acostumbrado a temer lo peor. Urge bajar este suflé.