En política nada es nunca casual ni inocuo. Sólo desde la candidez cabría pensar que el anuncio que hacía Yolanda Díaz este martes está desligado del actual contexto de recrudecida ofensiva contra la monarquía. El "plan de regeneración democrática" que su partido ha acordado con el PSOE contempla la derogación del delito de injurias a la Corona.
Para formarse un juicio sobre la medida bastaría con mirar de quién parte la iniciativa que el PSOE parece dispuesto a asumir: agrupaciones de republicanos declarados, cuando no abiertos conspiradores contra la unidad nacional.
La coartada de los vindicadores del derecho a ciscarse en el rey es la de que la libertad de expresión resulta incompatible con el artículo 491 del Código Penal. Pero si la han tomado con este tipo penal no es porque un puñado de titiriteros y raperos hayan acabado en prisión por su culpa, sino porque constituye una protección reforzada para la clave de bóveda de la arquitectura institucional española.
Y el carácter de esta protección ni siquiera es meramente legal, sino afectiva. Se trata de contener la afluencia de sentimientos de irreverencia hacia una institución cuya legitimidad descansa en fundamentos emocionales.
Aunque los actuales sistemas políticos, inspirados por el racionalismo y el mecanicismo, lo hayan olvidado, es vital que prevalezcan en sociedad determinadas disposiciones afectivas para el buen funcionamiento del orden cívico, en la medida en que las pasiones instruyen a la razón.
Por eso, los directores de los cambios de régimen siempre han entendido que alterar la constitución moral del pueblo, su acervo de emociones políticas, era condición sine qua non para levantar un nuevo orden institucional. La historia de las revoluciones es la de una subversión en el mundo moral a la que sigue una en el mundo político.
El más perspicaz estudioso del fenómeno revolucionario, Edmund Burke, sostenía que el regicidio de María Antonieta fue posible porque antes se había dado un cambio en los hábitos mentales que había hecho posible calumniar e insultar groseramente a la reina.
Y es que la autoridad real necesita mover a los ciudadanos a la admiración, algo que sólo puede conseguir si se mantiene a cierta distancia, si conserva un halo de magnificencia que la mantiene inasible al hombre medio.
La ideología igualitaria no puede tolerar este privilegio, y por eso ha empujado para suprimir los honores y distinciones de cuño aristocrático. Pero al quedar despojada de su intimidatoria majestad, desposeída del revestimiento de nobleza que eleva su dignidad, la monarquía pasa a ser una institución como las demás.
Y el rey, un ciudadano más.
Y así, la Corona no se entiende ya como una magistratura perteneciente al ámbito de lo innegociable, sino sujeta a la revisión democrática. Una vez convertido en el "ciudadano Borbón" (así llamaba Alberto Garzón a Felipe VI) y privado de su aura sacral, el rey sólo puede aparecerse ante los ojos del populacho como un individuo injustamente privilegiado.
De modo que la supresión de la auctoritas afectiva del rey, de la obligación de profesarle respeto, es la antesala de la pérdida de la inviolabilidad de la Corona, y por tanto de su abolición. Máxime en el marco de una monarquía parlamentaria que, en virtud de su naturaleza meramente protocolaria, es de por sí propensa a la mundanización.
La manera de llegar a ese desnudamiento es la ridiculización. Es el propósito que animó la quema de las fotos del rey, las caricaturas denigratorias de El Jueves, las canciones sobre la guillotina de los cantantes de hip hop o el manteo de peleles con la efigie de Felipe VI. Como señaló Burke, "han decidido hacer despreciable a la monarquía a fuerza de exponerla a la burla".
Despenalizar las ofensas a la monarquía supone moralizarlas socialmente, lo que acabará equivaliendo a una invitación el escarnio de la Corona. Tendrá el efecto de derogar los frenos morales que atemperaban las pasiones subversivas. Porque el derribo de todos los tabúes, que sirven para evitar que se forme en las mentes del pueblo un sentimiento de insolencia, crea un clima de laxitud licenciosa que menoscaba el principio de autoridad.
El sentido común de nuestra época, configurado por un sistema de valores según el cual nadie es más que nadie, puede llevar a muchos a simpatizar con esta iniciativa. Pero no hay que perder de vista que estos niveladores radicales, al decir de Burke, "han llegado a creerse un pueblo de príncipes".
Porque, en realidad, lo que se le está diciendo al pueblo no es que no habrá reyes, sino que todos seremos como reyes. Y la experiencia histórica (y en particular la española) ha mostrado sobradamente que este esquema es el germen de la anarquía, del desorden y, eventualmente, de la violencia.