Perú se ha disparado varias veces en el pie. Dejó pasar la oportunidad de elegir presidente a Mario Vargas Llosa hace 33 años y optó por Fujimori, que hundió el prestigio y la democracia del país.
Desde entonces, sufre una racha difícilmente equiparable de presidentes encarcelados por el fujimorismo y el caso Odebrecht. Y en plena tragedia de nación desgarrada por los demonios del dinero y el poder, un día Alan García, acaso el presidente peruano de mayor proyección exterior, se descerrajó un tiro en la cabeza para no ser detenido por la misma causa que los demás: la corrupción.
Es la peste de la coima, que acaba de meter entre rejas a Alejandro Toledo, tras seis años evadido en Estados Unidos, acusado de cobrar 25 millones de la constructora brasileña Odebrecht por la concesión de la Carretera Interoceánica.
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La política peruana es un caso sistémico, adictivo y multirreincidente de sobornos en la América profunda. Un lodazal digno de estudio en un país de historia noble, de héroes incas que gobernaron el mayor imperio del mundo, donde el oro cubrió el legendario cuarto del rescate en Cajamarca para liberar en vano al rey Atahualpa, secuestrado por Pizarro. Esa riqueza contrasta con la deriva de unos desgobiernos que han maltratado a un pueblo culto y empobrecido.
Nadie se explica el arraigo que ha adquirido ese estigma en la clase dirigente, de cualquier color ideológico, en un país tan atractivo y hermoso, desde finales del siglo XX hasta la actualidad. Es un fenómeno social que no deja de sorprender y que se alimenta de la gelatina de inmoralidad de sus peores gobernantes.
En el penal de Barbadillo coinciden ahora tres de los últimos presidentes del país, un récord bochornoso: el exdictador Alberto Fujimori y dos de sus sucesores, Alejandro Toledo y Pedro Castillo. A su vez, guarda arresto domiciliario otro de los presidentes de este ciclo, Pedro Pablo Kuczynski (PPK), un economista que fue ministro con Toledo y que ascendió hasta la jefatura del Gobierno ya envuelto en las sombras de la corrupción.
Ninguno ha escapado de las horcas caudinas de la ley, salvo un presidente episódico, Francisco Sagasti (2020-2021), pues hasta al más homologable y decente, Martín Vizcarra, lo acabó expulsando el Congreso bajo la sórdida figura de "incapacidad moral permanente". A Hollanta Humala, que ganó el poder con la vitola de chavista y pérfido radical, pero que gobernó con moderación y sensatez, también lo metieron en la cárcel (a él y a su esposa) y afronta cargos por supuesto cohecho.
El monstruo que devoró a estos presidentes ha sido Odebrecht, una constructora brasileña acusada de untar a unos y otros con suculentos sobornos para realizar carreteras kilométricas, gasoductos y obras ferroviarias en el país. El caso Odebrecht cercenó las esperanzas de los peruanos de reconducir su descarrilada Administración pública tras la era Fujimori, en la que se dieron la mano la corrupción y el genocidio.
El patriarca, de origen japonés, cumple una larga condena de prisión, de un cuarto de siglo, tras protagonizar un culebrón que nunca se ha cerrado del todo: ganó en las urnas, dio un golpe de Estado y antes de ser detenido, al destaparse los vladivídeos de corrupción de su asesor Vladimiro Montesinos, huyó a su país natal y fue extraditado desde Chile cuando se sintió tentado de volver.
Diríase que toda esta historia, como en una suerte de novela negra nacional, quizá habría cambiado de argumento y desenlace de haber preferido los peruanos a su narrador más universal, Mario Vargas Llosa, y no a Fujimori en las elecciones de 1990. El escritor no ganó la presidencia, pero sí el Nobel después. Y la biografía política de Perú siguió su curso, encarcelando a los presidentes uno a uno a medida que iban abandonando el poder.
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La vida no ha sido fácil para Perú en lo que va de siglo, entre presidentes corruptos y una desastrosa gestión de sus recursos naturales que aboca al pueblo a emigrar (entre otros países a España), amén de la pandemia y los terremotos.
En el seísmo de 2007, de ocho grados en la escala de Richter, con centenares de muertos y miles de heridos, los que estábamos en el país fuimos testigos de cómo Alan García vivía una segunda oportunidad. Tras fracasar en su primer gobierno con el histórico APRA y escapar de la Justicia (cómo no, por corrupción), había regresado, con los delitos prescritos, bajo la aureola de intelectual regenerado.
Todo parecía cumplir el guion. Pero un día, cuando las casas de adobe derruidas por la sacudida del Cinturón de Fuego del Pacífico, las familias desgarradas, la reconstrucción de Ica y el terremoto eran historia, ya fuera del poder, en abril de 2019, a las 6:00 de la mañana, fueron a detenerlo a su casa por el caso del Metro de Lima, una de las obras de la lista negra con la marca maldita de Odebrecht. Alan entró en su habitación para hacer una llamada a su abogado y se pegó un tiro.