La que fue no hace mucho la única superpotencia del mundo parece haberse quebrado de forma definitiva. La extrema polaridad que genera su expresidente y potencial candidato a las elecciones de 2024 genera pasiones desmedidas, grandes rechazos y devociones colosales. Al mismo tiempo, genera ciudadanos con dos tipos antagónicos de inclinaciones: las que convierten a algunos de ellos en defensores acérrimos de Trump, sin a menudo considerar la racionalidad y la sensatez de esa defensa, y las que llevan a aborrecerlo, dejándose llevar con facilidad por sus frecuentes bravuconadas.
El magnate, imputado por ocultar fiscalmente el pago a una actriz pornográfica para que no revelara sus encuentros con él y que su carrera no se viera perjudicada, asegura que luchará por volver a la Casa Blanca aunque lo condenen.
Muchos estadounidenses, luciendo la gorra de Make America Great Again, celebran su firmeza y, tal vez, también su arrogancia. Esa misma que debilita de forma abrumadora la calidad de las instituciones de un país que, en algún momento del siglo pasado fue, precisamente, el Estado soberano que procedía envidiar.
Ahora, ese país admirable parece haberse desvanecido. Hoy, hasta en el Pentágono son incapaces de mantener la opacidad inherente al eficaz desarrollo de su labor, por muy oscura que esta pueda llegar a ser. Hasta un veinteañero es capaz de robar información sensible al organismo de Inteligencia más seguro (en teoría) del mundo.
Da la impresión, ahora más que nunca, de que el viejo Estados Unidos, esa nación fuerte y respetada, se resquebraja inexorablemente.
Durante los años posteriores al desmoronamiento de la Unión Soviética, cuando aún el gigante asiático permanecía cálidamente dormido, los estadounidenses encontraron un espacio para el crecimiento en todos los sentidos y pudieron apuntalar su supremacía internacional sin gran oposición. Su gran expansión económica resultaba incuestionable, su política exterior no se percibía tan errática ni tan atroz como lo fue después, y su vanguardia en el terreno de las artes resplandecía incontestablemente.
El sueño americano, por mucho que a veces se convirtiera en pesadilla, seguía existiendo para, al menos, un número nada desdeñable de aspirantes.
Ahora, el país estadounidense es el del asalto al Capitolio (¿quién de verdad podría creer, el día de Reyes de 2021, que una turba de exaltados conquistaría y ocuparía el máximo referente de la democracia americana sólo unas horas después?).
Es el de los tiroteos masivos y frecuentes en colegios e institutos.
El de la violencia policial (tres personas mueren cada día por este motivo en el país).
El del muro físico y emocional al sur que blinda a los estadounidenses del mundo latino y que agrava la crisis migratoria del continente.
También es el país que quizá vote a Trump en menos de año y medio en los comicios presidenciales, a pesar de que ha hecho historia (o, tal vez, en parte, por eso) convirtiéndose en el primer presidente procesado por delitos penales en Estados Unidos.
Trump aprieta y ahoga a un país que merece líderes de mayor envergadura intelectual. Estados Unidos requiere políticos que contribuyan a la reconciliación de una sociedad dividida y, en muchos casos, intimidada ante el camino rodeado de trampas que ya vislumbra.