No hay un sólo día en el que las principales cabeceras izquierdistas de la prensa española no salgan con una historia sobre los abusos sexuales en el seno de la Iglesia católica.
Varios de estos medios cuentan con un tag específico para el tema que actualizan constantemente. Uno de ellos, incluso, ha confeccionado un contador de "todos los casos conocidos de pederastia en la Iglesia española", al modo de un carrusel macabro con el minuto y resultado de las víctimas.
Resulta sorprendente que la mayoría de nosotros no nos hayamos parado a pensar por un momento si la magnitud del problema se corresponde con su exhaustiva cobertura mediática. Hasta el punto de que se ha implantado en el imaginario colectivo la asociación entre clérigo y pedofilia, sin que se cuestionen las motivaciones de quienes abonan esa narrativa. Si uno escribe en Google "abusos", el buscador lo autocompletará inmediatamente con "iglesia".
Conviene recordar que, en el marco de la fijación de la agenda ciudadana, se da siempre una decisión cuya motivación preexiste al carácter noticioso de un hecho. Los hechos son los que son, pero el enfoque que reciben en los medios responde a una elección y a una selección que pertenecen al ámbito de la ideología y de la retórica.
Si no, ¿por qué vemos tan pocas noticias sobre los abusos en el ámbito del deporte, donde, según el primer estudio sobre la incidencia de este problema, el 35% de los menores (1 de cada 5 encuestados) declara haber sufrido algún tipo de violencia sexual?
¿Por qué se le da un tratamiento tan distinto al fenómeno, generalizado en el sistema español de protección a la juventud y en los centros de acogida, de las redes de violación y de prostitución de menores tuteladas, sin que identifiquemos a nuestras Administraciones, sin más, con la pederastia?
¿No cabría decir más bien que el problema de los abusos es una lacra que pesa sobre todos aquellos ámbitos en los que podamos encontrar personas vulnerables en régimen de tutela, más expuestas a la violencia y con menos herramientas para identificarla y protegerse de ella?
Más allá de esta constatación, de los últimos datos disponibles sobre la pederastia en la Iglesia se colige la actitud insidiosa de quienes engrandecen el fenómeno al no ponerlo (intencionadamente o no) en perspectiva.
En su informe sobre los autores de agresiones sexuales a menores en España entre 2008 y 2019, la Fundación ANAR destaca que sólo un 0,2% de ellos fueron sacerdotes. La última vez que la Fiscalía General del Estado facilitó los datos de los procedimientos abiertos por abusos sexuales a menores en instituciones religiosas, el año pasado, notificó que de los 15.000 casos abiertos de abusos en España, sólo 68 pertenecían al ámbito de la Iglesia. O sea, un 0,45%.
Y es que, como saben los expertos, la inmensa mayoría de los casos de abusos sexuales a menores se producen en el ámbito intrafamiliar. El análisis Los abusos sexuales hacia la infancia en España, de Save the Children en 2021, arroja que casi la mitad de los casos se producen en el entorno familiar, siendo el padre el perfil de abusador más frecuente (24,9% del total).
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Pero este pequeño ejercicio de escala no cuenta para los portavoces del anticlericalismo. Tampoco que, de las 706 denuncias de abusos sexuales desde 1945 en conocimiento de la Conferencia Episcopal Española, el 80% de ellas sean anteriores a 1980 (la mayoría, en el ámbito de los internados religiosos).
Por supuesto, tampoco se refieren estos medios a la acreditada disposición de la Iglesia a esclarecer los casos y a facilitar las investigaciones del poder civil. Ni a los múltiples documentos pontificios con procedimientos para la protección de menores y la tutela de personas vulnerables en las diócesis impulsados por el Papa. Ni a la revisión de los planes de formación en los seminarios o a los esfuerzos por resarcir a las víctimas, por lo menos, desde el papado de Benedicto XVI.
Porque mucho más efectivo para la demonización de la Iglesia resulta retratar al orden episcopal como una camarilla de encubridores que se niega a cooperar con el Estado. Un relato que también se ha movilizado a cuenta de las famosas inmatriculaciones, cuando varios medios titularon que la Iglesia reconocía haber registrado a su nombre casi un millar de bienes que no le pertenecen, y que se abría a devolverlos.
Pero, frente a está fábula de una recua de avaros monseñores apropiándose de bienes propiedad de todos los españoles, la realidad: el Gobierno señaló que todas las inscripciones en el registro de su listado de los bienes inmatriculados por la Iglesia entre 1998 y 2015 se ajustaban a derecho, y que se realizaron conforme a la legislación vigente.
Sencillamente, la Iglesia quiso revisar las anotaciones de la lista para que no se le atribuyera ningún bien que no le perteneciese, y se ofreció a corregir los errores que pudiera haber. Detectó 600 incidencias relativas a la titularidad, sobre los que dijo carecer de información suficiente para afirmar si estas propiedades eran suyas o no. Y así, lo que fue un ejercicio de transparencia y colaboración con el Gobierno se convirtió, gracias a los enfoques capciosos, en su exacto opuesto.
Quienes nos dedicamos a estipular los términos de la conversación nacional tenemos la responsabilidad de plasmar los sucesos en su justa medida. Y esto vale también para otras tantas realidades en las que el periodismo siente la tentación de abandonarse a una vorágine irreflexiva de conteos ciegos sin la pertinente contextualización.
Tal es el caso del alarmismo estas semanas en torno al fenómeno de los okupas (cuando el mayor incremento se produjo entre 2017 y 2021, mientras que el número de okupaciones se redujo el año pasado); el balance casi diario de casos de Covid-19 durante la pandemia con la "incidencia acumulada" (sin habernos preguntado por el sentido de usar ese indicador, y sin recoger muchas veces la evolución general de la tendencia); la ola de pánico social por la sucesión de denuncias de pinchazos en discotecas (habiendo quedado después descartado por las autoridades, prácticamente, el móvil de la "sumisión química"); o los mapas de calor para ilustrar el aumento de las temperaturas por el cambio climático (en los que un leve crecimiento se representa con un incremento en la coloración de un rojo incandescente).
Cuando el arzobispo de Valladolid, Luis Argüello, dejó la portavocía de la Conferencia Episcopal, se despidió de los periodistas asegurando haber "aprendido que el foco desenfoca". En efecto, cuando los medios ponen la lupa sobre un asunto sin la prudencia debida, el foco de la lente desvía la luz y devuelve la ilusión óptica de una imagen ampliada de la cuestión.
El primero en tener en cuenta la deformación que imponen las penas de telediario en materia de abusos debería ser el propio orden episcopal. Y guardarse (como alertó Fernando Simón Yarza en una Tribuna en este periódico) de la precipitación y la excesiva vehemencia sobre asuntos sub judice. Porque son las garantías procesales y la presunción de inocencia las víctimas de querer mostrar demasiada determinación hacia quienes siempre van a identificar de antemano Iglesia y pederastia.