Afirma el secretario general de la ONU, António Guterres, que no puede haber paz en Ucrania en estos momentos porque los dos bandos creen que pueden ganar. Qué tragedia que piensen eso cuando, en realidad, no hacen más que perder, cada día, en esa guerra tan atroz para sus pueblos, y tan peligrosa para el mundo.
Ya acusó Vladímir Putin, en su reciente discurso del Día de la Victoria sobre los nazis, que Occidente quiere destruir a Rusia. ¿Acabará esta guerra que ya pronto cumple quince meses siendo el comienzo de un conflicto más grande y aún más monstruoso? No tardaremos en saberlo.
Pero los malos, en realidad, no son los bandos, sino la guerra misma. No lo digo yo, sino Maki Junji, y eso es lo que le cuenta a los niños. Junji es un hibakusha, un superviviente de la primera bomba atómica, y su testimonio, extraordinario y necesario, aparece en Hiroshima (Kailas, 2023), el libro del excorresponsal en Japón Agustín Rivera, que se presentó el viernes en Madrid.
Sí, los bandos, o los miembros de los bandos, al menos, sólo son las víctimas. Unos y otros. De la agresividad de sus gobiernos, de su incapacidad, de su testaruda convicción de que sólo la suya es una perspectiva válida, de que sólo ellos tienen razón, de que sólo ellos pueden ganar.
Mientras tanto, envían a sus jóvenes a pelear hasta matar o morir, con frecuencia ambas cosas. Y, exactamente igual que a Masayo Mori, otra hibakusha, les roban sus mejores años para convertirlos en pesadillas que recordarán toda la vida. Aunque en el campo de batalla que hoy es Ucrania no se encuentren (de momento) los efectos de la radiación que Mori, de 74 años, sufrió tras la bomba nuclear que dejó caer el Enola Gay.
A los japoneses les decían que los americanos eran onis, esos seres malvados de la mitología nipona cuya traducción se podría aproximar a la de ogro. Eso creen ya, en este conflicto europeo, unos de otros: el rival lo forma un puñado de ogros que hay que aniquilar. Eso brama Putin, convencido de que su país está rodeado de mandatarios internacionales que quieren acabar con él, y con Rusia.
Entre 140.000 y 350.000 bajas ya, estima The Washington Post a partir de informaciones filtradas, entre los dos bandos. Una carnicería diaria que no parece que vaya a concluir pronto porque, como dice Guterres, tanto Zelenski como Putin aún creen en su victoria total.
Japón, durante la década de los años 30 y primera parte de los 40 del siglo pasado, también creyó que podía ganarlo todo. Su ánimo expansionista, con la invasión de China y la Masacre de Nankín como su mayor reflejo, cuando el ejército exterminó a 200.000 civiles, concibió unas secuelas inimaginables entonces. Se puede leer en la Historia: tanta ambición deteriora la vida de generaciones inocentes, si es que llegan a conservarla, y forja consecuencias. Y estas, a menudo, resultan nefastas e ineludibles.
La mitad de Hiroshima desapareció en un instante hace casi 78 años. En un segundo, Little Boy, como llamaron los estadounidenses a la primera bomba, mató a 66.000 personas. Tres días después, Fat Man asesinó a otras 80.000 en Nagasaki. A finales de 1945, se estima que los dos artefactos nucleares habían arrebatado la vida a unas 250.000 personas, además de arruinársela a otros centenares de miles.
Continúa en aumento el conflicto en el este de Europa, pero no ha habido una única detonación que destruya una gran ciudad. A pesar del miedo, y de la muerte, y de toda la crueldad que rodea a una guerra, esa de la que sólo el ser humano es capaz, aún nadie ha sentido, como le ocurrió a Takako Gokan cuando tenía once años, como si una estrella de agujas le atravesara el cuerpo, le hinchara la cara y le dejara la piel colgando.
Putin tiene la capacidad, y ni va a perder esta guerra ni se va a rendir fácilmente. Zelenski no la tiene, pero sí sus aliados. No se vislumbra el final de la contienda, si bien algún día terminara. Ojalá no haya nunca hibakushas en Ucrania.