Hay un capítulo de la primera temporada de Succession en el que Shiv Roy, la única hija del patriarca multimillonario, se reúne con un viejo amante y amigo llamado Nate Sofrelli (bello, inteligente, retorcido, malévolamente cómico y escurridizo como ella misma, también estratega político) para arreglar unos tratos. Entonces comprueban que su tensión sexual y su complicidad todavía gozan de una preocupante salud de hierro, valga la paradoja. Sobre todo porque ahora ambos van a casarse con otras personas y no les está permitido jugar.
Pero si hay algo más fuerte que un compromiso amoroso es la salvaje alegría de encontrar, o de reencontrarse, con un partner in crime histórico. Dar con alguien con quien hacer el bien debe de ser muy sano: es como salir con un catequista o un misionero, algo muy soporífero y encomiable. Sin embargo, encontrar a alguien con quien hacer (bien) el mal es divertirse, y divertirse es la única forma que conozco de no caer en picado hacia la muerte.
Se sabe enseguida quién es nuestra dupla, nuestra delantera mítica: es como meter los dedos en un enchufe. Las cosas empiezan a rodar. Cuando los engranajes de la noche se mueven resuenan dentro de nosotros, urdiendo a la vez la fiesta y el desastre imparable. Por eso Shiv no tarda demasiado en acabar tumbada en un sofá, tomando un whisky solo, dejando que Nate le masajee los pies e incluso la parte más obscena e íntima de todo el cuerpo: el cerebro. Él la empieza a frontear diciéndole que le cuente más sobre su futuro esposo, el "carapatata", ese "fulano", ese "pueblerino simplón con la cabeza cuadrada".
Remata: "Te mereces a un cabrón interesante. Como yo". Y le clava los ojos. Ella golpea: "No conseguiste seguirme el ritmo".
Es un duelo de iguales. Una lucha de gigantes. Un auténtico derbi. Lo demás es vivir con las cartas marcadas. Lo demás es eso incómodo (como una bola de pelo de gato en la garganta) que me pasa casi todos los días, y es observar a las parejas que tengo a mi alrededor y reconocer muy fácilmente quién quiere menos, quién admira menos, quién necesita menos. Quién acabará perdiendo.
La verdad es que el tipo tenía razón en su crítica esencial a Shiv, que es la que bautiza este artículo. Hasta el magnate Logan Roy se lo había dicho a su hija en uno de sus épicos arranques de mala hostia: "Te vas a casar con un hombre muy inferior a ti porque crees que así evitas que te traicione". Esa leche se escuchó hasta en Álora.
Le leí a Milena Busquets que follar bien con alguien depende de compartir el mismo grado y estilo de locura. Yo diría, en cambio, que lo que hay que compartir es el mismo grado y estilo de maldad, de cabronismo, que es lo que le sucede a Shiv y a Nate, porque es el que afila el mundo. Él, estoico, sin siquiera intentar besarla, le propone acostarse sin consecuencias. Ella se niega. A él se le ocurre entonces que se masturben en camas separadas, que "es más moderno". Ella se ríe. Imagina. Y otra vez el deseo echa a andar como un neumático en una calle en cuesta.
"¿No sería mejor levantarnos por la mañana y no sentirnos como hijos de puta?", sonríe Shiv. La respuesta a esa pregunta a menudo tiende a ser "no", por cierto, pero justo esta vez acaban portándose bien. La verdad es que las victorias con ropa son, cuanto menos, extrañas. "Habrá canciones sobre lo buenos que hemos sido", le guiña ella, de despedida, mientras le lanza un beso aéreo. Pero era sólo un recursillo poético, porque nunca se le ha escrito una canción a ninguna persona impecable, no una que pueda ni deba cantarse fuera de una iglesia. No porque sea impecable, sino porque la gente beata nos da ganas de abrazarles, pero ni unas pocas de escribir.
La bondad nos enternece, nos afofa, nos adormece de arrobo. Pero la maldad nos excita, y la excitación es movimiento, y el movimiento hace que no criemos moho.
Leo en los diarios de Iñaki Uriarte: "De los malos se dice que son divertidos. Las maldades divierten porque son como chistes. Rompen lo esperado, el código, lo mecánico de la moral. La mayoría de los chistes tienden más a atentar contra la moral que contra la lógica". Leo: "Cosas que aprendí con el tiempo: que se podía ser un cabrón y escribir bien, y que es posible que sólo los cabrones escriban bien".
Recuerdo que cuando aún era estudiante de universidad salí un tiempo con un tío estupendo, tranquilo, bienintencionado, que me lo entregaba absolutamente todo y que nunca me contó nada interesante ni por casualidad. Lo mejor de él era que me adoraba.
Yo, acomodada como estaba, y un poco rayana en la lástima, no me decidía nunca a dejarle y el asunto se iba haciendo bola mientras los meses pasaban. Llegaron los exámenes finales. Entonces hacía en mi casa jornadas maratonianas de estudio con mi amiga Dori, que cursaba Aeronáutica y era rubia y olía a Nenuco y medía un metro noventa y tenía unos ojos azules tan grandes que a veces pensaba que se le iban a caer al plato. Era unos años más joven que yo. Parecía un girasol espigadísimo. Daba vértigo. Se hacía llamar Pi porque le obsesionaba el número 3,14. Estaba loca. Yo también, pero de otra manera.
Tomábamos mucho café, fumábamos muchos cigarros, nos pasábamos las noches en vela estudiando bulímicamente, ayudándonos, desbarrando a ratos, llorando de risa de pura desesperación; luego dormíamos juntas toda la mañana en una cama de matrimonio y al mediodía, al despertarnos, desayunábamos salmón. Nos gustaba vivir al revés. Nos sentíamos extrañas e inteligentes en esas deshoras, más rápidas que nunca. Siempre que venía mi novio a verme, nos sobraba.
Un día el verano nos derribó la puerta y con él, mi cumpleaños. Le dije a Dori que no hacía falta que me regalase nada, porque no teníamos tiempo que perder, porque ya lo celebraríamos cuando acabasen los días infernales de obligaciones, y ella me contestó que no, que no me preocupase, pero el día de autos se presentó con un cuadro gigante, enmarcado, donde había dibujado en mayúsculas negras una frase como un navajazo: "No te conformes, coño*".
Desmonté el cuadro para ver su interior y buscar el "*", y, al fin, leí en el reverso de la lámina: "... aunque no hace falta que te lo diga, porque lo tienes escrito por dentro y yo lo aprendí de ti. Por si acaso, y porque últimamente te veo dispersa, ponme en un lugar visible. Feliz cumpleaños". Lo hice. A los seis días de levantarme y ser zarandeada por el dichoso cuadro (que me perseguía con la mirada, desafiante, ineludible, como una señal de tráfico), me dije "hasta aquí hemos llegado" y dejé a mi novio.
Eso sí que fue descubrir el poder de las palabras. Y el de los carteles publicitarios.
Recuerdo que ella sonrió.
Ha pasado una década. El cuadro lo extravié, con dolor, en una de las mudanzas. A Dori le acabé perdiendo la pista unos años más tarde: confío en que el beso le llegue desde aquí. Fue la primera vez que alguien me dijo, a su manera, que merecía un cabrón interesante, y yo no he parado de recordárselo a mis amigos después. Que nunca bastó con ser "bueno", que nunca bastó con ser "majo". Tal vez hayamos entendido unas cuantas cosas. Tal vez esta vez ya no haga falta enmarcarlo.