Se llamaba Lilia y tenía entre seis y ocho meses, que dicen que es cuando los bebés pueden empezar a gatear. Supongo que es complicado arrancar a gatear en una patera. No hay mucho sitio, las olas mueven la embarcación y papá y mamá te agarran con fuerza. Y te puedes dejar la vida.
La de Lilia terminó sin apenas haber empezado. Su cadáver apareció en la playa de Roda de Barà (Tarragona). El bebé viajaba con sus padres en una patera que había salido de Argelia y que naufragó el 6 de abril frente a Baleares. Su cuerpo no fue encontrado hasta el 11 de julio y una investigación ha conseguido dar con su identidad gracias al ADN del pañal.
Un pañal para poner nombre y apellidos a un cadáver. Hay palabras que nunca deberían ir juntas.
¿Demasiado emotivismo? Puede ser. O puede que a veces se pierda de vista de qué hablamos cuando damos cifras de pateras en nuestras playas y entonces llamamos emotivismo a todo lo que nos aguijonea la conciencia. Esas cifras son personas. Muchas veces, personas de pequeño tamaño con un pañal puesto y todo un mundo por delante para explorar a gatas.
Hace un tiempo ya de una foto de otro cuerpo de dos años de edad, el de Aylan, que removió la política de migración y acogida que la Unión Europea prestaba (o más bien no prestaba) a los refugiados sirios. Quizá fue sólo por vergüenza, pero bendita vergüenza.
Lo que pasa es que morirse en periodo electoral no es rentable, porque los cuerpos en el mar no votan y sus familias, tampoco. En una campaña en la que toda víctima ha servido como arma arrojadiza, la muerte de Lilia no se ha colado en los platós de televisión para poner en el centro de la conversación la política migratoria española.
Y en esto no te engañes tampoco con el gobierno de "los derechos humanos" y "la política social", porque se ha hinchado a devoluciones en caliente.
[La inmigración irregular desciende un 36% tras el acuerdo entre Sánchez y Mohamed VI en Rabat]
¿Quieres saber si una medida es puramente electoral? Mira cuánto cambia la vida de los más vulnerables que no pueden votar. Efectivamente, no hay verano de interraíl para los negros por mucho permiso de residencia, de trabajo o de estudios que tengan. Tampoco bono cultural. Total, a los de Guinea Ecuatorial no les gusta la ópera. Pero luego dicen que es que "no se integran".
A los de "mételos en tu casa si quieres" les presentaría a todos los españoles que, efectivamente, los invitan a sus casas y dan de comer al hambriento y curan al enfermo. Y les recordaría que España es mi casa. Y que si aparecieran todos los días cadáveres en mi puerta, asumiría que es mi responsabilidad evitar que lleguen ahí y que mis aguas sean una tumba para miles de personas que huyen de su país.
Es todo la misma hipocresía, tanto la de quien apela al sentimentalismo como la de quien lo critica sin humanidad.
Me pregunto, por un lado, por qué vienen todos aquí y no a otros países ricos, véase Turquía, Emiratos Árabes o Malasia, si tan insolidaria es Europa. Que el lector encuentre las siete diferencias entre esos países y los de la UE.
Me pregunto, por otro lado, quiénes cuidan a nuestros hijos para que nosotros podamos trabajar y quiénes están en los invernaderos de Almería a 45 grados a la sombra si vienen a robarnos los trabajos y a vivir de la paguita.
No se puede tratar la inmigración como un problema únicamente humanitario, de acuerdo. Pero tampoco como un mero problema político, jurídico o e ideológico. Lo que ha convertido el Mediterráneo en un cementerio del que nadie quiere responsabilizarse son muertos, no ideas. La cuestión migratoria necesita ser sujeto de una discusión adulta que aborde todas sus complicadas aristas y que no pierda jamás de vista que estamos hablando de seres humanos.
No es permisible que el debate en torno a la migración se mueva en las cifras. Cifras de lo que aportan a la economía. Cifras de delincuencia. Cifras de los que saltan una valla. Cifras de los que nunca consiguen llegar. No disolvamos en números a quien tiene nombre.
No mientras siga habiendo bebés que pierden la vida en el mar. Recuerda, se llamaba Lilia.