El mismo día en que Pedro Sánchez se ha hecho con el control del Congreso de los Diputados aupado por el voto separatista, la princesa Leonor ha ingresado en la Academia General Militar de Zaragoza para iniciar su formación militar como heredera al trono.
Pueden parecer hechos independientes, pero no lo son. En el primer caso hay un hombre utilizando las instituciones para su propio beneficio. En el segundo hay una joven sacrificando su proyecto vital para convertirse en el símbolo que la monarquía le exige ser.
Estamos muy necesitados de símbolos en estos momentos. Necesitados de aquello que nos habla de una realidad que nos trasciende y que es importante, aunque no siempre entendamos por qué. Que alguien esté dispuesto a renunciar a su identidad para encarnar ese símbolo me hace preguntarme muchas cosas.
Tengo sentimientos encontrados con la monarquía. Por un lado, me imagino a cualquiera de nuestros políticos como presidente de la República y tengo que recurrir a la voz de Rigoberta Bandini en Miami Beach aconsejándome que no me abrume.
Por otro, llevo viendo a la infanta Leonor en las portadas desde que nació y antes que "¡arriba España!" sólo pienso en la faena que le ha tocado.
Si esto lo unimos a los comentarios sobre lo mucho que hay que reconocerle a Letizia la educación de sus hijas, porque "hay que ver lo bien que se comportan", me entran ganas de mudarme a Andorra, como los youtubers.
Cuando veo a la futura reina cruzar las puertas de la academia de Zaragoza vuelvo a lo de la faena de pertenecer a la Casa Real. Sé que conjeturar sobre si le hace ilusión o no su plan del próximo año es absurdo. Esos criterios no entran en la vida de la realeza.
Sin embargo, me alegro de que exista la monarquía.
¿Desfasada? Bueno, tenemos una democracia joven y en su origen fue votada nuestra monarquía. Así que desfasada no lo sé. Pero constitucional, seguro.
Me alegro de que exista la monarquía porque, en un momento en que las instituciones se utilizan como medios para el beneficio personal, me impacta que una niña renuncie a la rebeldía propia de su edad y a la posibilidad de confrontar lo que ha recibido con lo que quiere ser. Y más sabiendo que poca gente te va a aplaudir por ello.
Viendo lo que ha ocurrido en el Congreso, y ahora que discutimos mucho sobre lo que es transgresor y lo que no lo es, quizá resulte que la entrada de Leonor en el Ejército por puro sentido del deber es algo mucho más disruptivo que Amaral enseñándolo todo en el Sonorama.
Que nuestro país cuente con una institución como la monarquía, cuyo representante está entregado a vivir por y para lo que esa institución representa, tiene un valor en sí mismo. Y lo tiene más aún en un momento en que la presidencia del Gobierno se vende por un plato de lentejas a los independentistas.
Pensándolo bien, claro que la monarquía está pasada de moda. Como lo está la catedral de Toledo. Porque entre sus funciones no está inspirar la novedad, sino erguirse quieta y callada para recordar que puede haber algo que trascienda la propia vida (y la ideología). Y eso sí que no se queda desfasado nunca.
La vida de Leonor de Borbón ha consistido, consiste y consistirá en renunciar a ser ella misma para convertirse en la institución a la que representa. Simple y llanamente porque es lo que le pide la Constitución. Comparemos eso con los aplausos a Francina Armengol en el Congreso. Es imposible negar que la imagen de la princesa despidiendo a sus padres en Zaragoza nos habla de otra manera de entender el país, el deber personal e incluso la propia vida. Elija la suya.
Yo, entre mis sentimientos encontrados con la monarquía, descubro que me quedo muda de admiración. Y se me ocurre pensar que a lo mejor es cierto que la monarquía está pasada de moda. Pero, como la catedral de Toledo, quizá sea más necesaria que nunca.