Los españoles tenemos costumbres de pobre porque nunca hemos dejado de serlo, pero pocas más pintorescas que la de decir que hemos comprado más barato y vendido más caro de lo que lo hemos hecho en realidad.
Lo primero lo hacemos para no excitar la envidia del prójimo, algo que en España ha llegado a provocar guerras civiles.
Lo segundo, por nuestro busconismo genético, que nos ha convencido hasta el tuétano de que pagar por las cosas su precio justo es de pringados. Porque en España si no eres el estafador eres el estafado, y en el debate de quién es quién se nos va media vida. Pagar por algo lo justo y acordado es inconcebible para un español.
Lo vimos ayer en el Congreso de los Diputados durante otra de esas sesiones de doma sanchistas a las que tan acostumbrado nos tiene ya el presidente. ¿Cuánto ha pagado Sanchez por el control de la Mesa del Congreso? Según él, cacahuetes. Según Puigdemont y ERC, el alma.
A Pedro Sánchez parece, y digo "parece", haberle salido barata la presidencia del Congreso de los Diputados. El precio pagado son sólo unos cuantos traductores en el Congreso, el compromiso de impulsar el uso del catalán en el Parlamento Europeo (algo que no depende del PSOE) y un par de comisiones de investigación sobre sendas teorías de la conspiración que en Cataluña no defiende hoy ni el sector más grotesco del independentismo, el encabezado por la ANC.
Por supuesto, este no es el precio real que el presidente ha pagado por el control de la Mesa del Congreso, sino apenas la primera de las muchas letras que abonará durante los próximos meses. Veremos por tanto hasta dónde llega esa ley orgánica que pretende convertir el catalán, el vasco y el gallego en lenguas oficiales en todo el Estado (y que convertiría cualquier trámite con el Estado en una pesadilla kafkiana).
Pero, sobre todo, veremos hasta dónde llega ese "fin de la represión sobre el procés" que puede serlo todo o nada al mismo tiempo. La "represión" es estrictamente imaginaria (qué más quisiéramos muchos que fuera real), pero las consecuencias del "fin de la represión" pueden comportar, nada paradójicamente, mucha represión en Cataluña. Más de la ya habitual en la región contra los ciudadanos desafectos, quiero decir.
Pero Sánchez ha demostrado, y esto no lo puede negar nadie, una capacidad de negociación de la que carecen el resto de políticos españoles, y muy especialmente los del PP. Como demuestra el hecho de que el PP no se enterara de que Vox no iba a apoyar a Cuca Gamarra hasta que empezó la votación, mientras que Sánchez fue capaz de atar todos los votos de sus socios sin que le fallara uno solo a la hora de la verdad. Quien entienda la estrategia del PP que me la explique.
Entre los votos atados por Sánchez estaban, claro, los controlados por Carles Puigdemont, que pasaba por ser el talón de Aquiles del presidente y que ha sido sometido al mismo proceso de doma por el que han pasado con entusiasmo desde Yolanda Díaz a Aitor Esteban.
Sin embargo, siempre hay un "sin embargo". Y como decía Alberto Prieto en la reunión de portada de ayer de EL ESPAÑOL, el independentismo compró también ayer la correa con la que tendrá atado al presidente durante los próximos cuatro años. Porque la primera letra, como la primera dosis de heroína del camello, es siempre gratis para el cliente primerizo. Pero las siguientes se venden a precio de oro.
Hoy toca decir, en cualquier caso, que el presidente ha sido el estafador y Carles Puigdemont el estafado. Aunque algunos intenten disimularlo para que la derrota no sea tan humillante. Decía ayer El País que el catalanismo consiguió este jueves "su primera y hasta ahora única victoria tangible después de una larga década de esterilidad". Entonces ¿qué fueron los indultos del procés, la eliminación de la sedición del Código Penal o la rebaja de las penas por el delito de malversación?
La sospecha es que Sánchez pretende concederle la victoria de la amnistía, enmascarada con el eufemismo de la "desjudicialización", a ERC. A Junts le quedará la victoria de haber conseguido levantar de la cama a Félix Bolaños para obligarle a gestionar a las 6:47 de la mañana la petición de que el catalán sea lengua de uso corriente en las instituciones europeas. Ya veremos qué dice Francia de esa Europa de los pueblos (un concepto por cierto defendido por el nazismo en su momento y por Vladímir Putin hoy), y de ese confederalismo de la boina que el PSOE pretende empezar a implantar en la UE.
La realidad es que hoy es más probable que se acabe oyendo el catalán en el Parlamento Europeo que el español en los colegios catalanes, lo que nos dice todo lo que debemos saber del concepto de Cataluña que tiene el socialismo: España es plurinacional, plurilingüística y plurisoberana, pero Cataluña es rocosamente monolítica y jacobina, con una cultura y una lengua única (el resto, sobre todo la mayoritaria, son invasoras) y una soberanía indivisible que sólo ostenta el 35% de la población, la que dice tener el catalán como primera lengua.
"No entiendo qué problema tiene la derecha con las lenguas autonómicas" decía una opinatriz de estricta obediencia sanchista en La 1 tras la proclamación de Armengol como presidenta del Congreso de los Diputados. Ninguno comparable, desde luego, al que tienen los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos con el español.
En esta eterna vuelta al pasado a la que nos ha condenado el progresismo español, y que durante la legislatura pasada nos llevó de vuelta a 1936, toca ahora volver a 1873 y convertir Cataluña y el País Vasco en los cantones de Cartagena del siglo XXI. Un proyecto sin duda ilusionante, el de la balcanización de España. Supongo que a los españoles liberales, que haberlos habémoslos, sólo nos queda instalarnos en el cinismo y esperar a que la deriva nos lleve a donde sea que nos lleve. Luego, los mismos que nos quieren conducir hoy hasta allí afirmarán, sin rubor, que ellos jamás quisieron eso, que siempre sospecharon de Sánchez y que la idea era buena, pero que se aplicó mal.