Al único trapo al que querría yo entrar esta semana es a uno de Phoebe Philo. En concreto, a la cazadora de piel marrón en la que cabe una familia entera de canguros culturistas.
Descartada la opción, pues mi lista de prioridades sigue capitaneada por la conservación de un techo sobre mi cabeza, me dispongo a perseguir un capote revoltoso, de color, por supuesto, rosa, de fucsia Barbie: chicas, ¿no estáis hartas de vosotras mismas?
Se pregunta Alberto Olmos en El Confidencial si no se cansan las mujeres de escribir sobre lo que sea que les acontece. Los partos, la regla, los hombres malos.
La duda es reincidente. No es la primera vez, en los últimos años, que toca el tema. La concesión del premio Tusquets a Silvia Hidalgo lo ha repescado. Es la sexta titular consecutiva del galardón. Ha hojeado la novela y el cintillo literario que en la editorial le han colgado a la autora, comparada con Marguerite Duras, se le ha antojado un escándalo. En su debut, Yo, mentira, Hidalgo acertó. Con Nada que decir, considera, la sevillana ha entregado al jurado exactamente lo que deseaban que una mujer escribiera. ¡Mercenaria! Jop.
"El camino al infierno", reconoce, "está empedrado, mayormente, de premios". Un reconocimiento literario, por lo general, no es más que una glosa en una presentación, un chispazo de ego, un pellizquito de dinero para el autor (como para chaqueta y media de Phoebe Philo) y un cebo comercial en forma de faja dorada. No logra que el ganador finte de por vida la gripe estacional ni que carguen y descarguen por él, durante el resto de sus días, el lavavajillas. A menos, por supuesto, que la dotación sea la del Planeta.
A quién, por tanto, le pueden doler los premios de los sellos, que acostumbran a, como se sabe, sólo tratarse de una campaña de marketing, de un escenario bien acondicionado para el lanzamiento de un libro. El premio que nace de una editorial, de una empresa con su KPI y sus briefings y su "performar", no es más que un bolsillo rellenito y unos gramos de atención garantizada.
Y, no obstante, de las 18 ediciones convocadas del Tusquets, once ganadores son hombres. "Como habrán comprobado", añade, "no hay quejas por parte de los escritores hombres sobre la insistencia de Tusquets en premiar mujeres". Tampoco parece que las hubiera por parte de ellas antes de que Betina González se hiciera con el premio en 2012, tras cinco hombres ganadores, ni a continuación, cuando, después de otra media decena, se premió a María Tena.
Para no sacar los pies del tiesto editorial, se puede repasar también el Planeta: 71 ediciones, 19 ganadoras. Se puede mirar el Herralde: después de 40 convocatorias, seis mujeres han apuntado el premio en su currículum.
Un salto, por curiosidad, a los galardones que no brotan junto a una hoja de Excel: el Cervantes, desde 1976, seis mujeres; el Nacional de Narrativa, desde 1976, seis; el de la Crítica, desde 1956, de nuevo, seis.
Lo que le preocupa de verdad, en cualquier caso, es que esta aparente tendencia de Tusquets sea causa o síntoma de un allanamiento de la literatura. Las mujeres se someten al zeigeist diseñado por Babelia, apisonadora, y en vez de envalentonarse y escribir ficción De Verdad, con personajes masculinos que piensan en sus cositas masculinas, o sea, universales (¿la falta de épica propia de la mediana edad? ¿Conspiraciones farmacéuticas internacionales? ¿Alejandro Magno enamorado? ¿El Opus y el Vaticano? ¿Una infidelidad de la veintena que regresa el día de su 50 cumpleaños? ¿La doble vida como agente secreto de un criador de gusanos de seda? ¿La humillación del fracaso familiar?), cargan la pluma en la vagina. Sólo chacharean sobre sí mismas.
Con esta Gineración literaria, todo se aplana y mutila. El tema, asegura, prima con ellas sobre la calidad. "Por y para mujeres" es suficiente argumento de venta. Se le pone un lacito al manuscrito y, comando P, primeras galeradas.
No hay quien encuentre, asegura, por ejemplo, "un libro sobre la rivalidad de dos mujeres". La amiga estupenda de Elena Ferrante se debió de coger en aquella consulta el día libre.
Tampoco llegará "una novela sobre maltrato en el seno de una pareja de chicas lesbianas". Alguien tendría que avisar a Carmen Maria Machado de que la están buscando. Que miren si se ha quedado encerrada En la casa de los sueños.
"Una novela sobre maltrato de una mujer a un hombre, ni de coña". Vayamos más allá, hasta el spoiler: que lo asesine. Se habría ahorrado horas frente al ordenador Virginia Feito para su La señora March.
Las escritoras, aventura, han abdicado de su voluntad. Se postran frente a la industria del libro. Antes eran musas, objetos; ahora son casi IA. Han renunciado a crear.
Si el estrógeno literario fuera la clave del éxito, quizás deberíamos empezar a reorganizar el país. Las mujeres que escriben historias de mentirijillas sobre sus asuntos de mujer, al Ministerio de Economía. Que la Gineración se ponga al frente del Trabajo, que tomen Industria y Turismo.
Han encontrado la fórmula del éxito, la clave de las ventas y el gatillo del prestigio, y la están multiplicando, amancias editoriales, palancas del PIB español. Han sheinificado su útero en la imprenta. Todos los hombres empeñados en publicar novelas, una tras otra, sobre desamores y navegantes, sobre asesinos y detectives en la nieve nórdica, sobre la mafia y el Imperio romano, que dejen paso a las expertas.
Si en este salón literario encuentran dónde meterse: de los 66.371 títulos registrados en 2021, el 44,3 % lo firmaron ellos. Las mujeres, el 37,8 %. El sesgo de confirmación es el espejismo más retorcido: convierte en saco de boxeo el miedo propio, la frustración personal.
Yo, que hace años, como Olmos ahora de nuevo, he criticado a la Gineración, me cansé de leer a autores que sólo hablaban de desamor y he acabado zampándome mis palabras, escribiendo una novela sobre "tres generaciones de mujeres". Me ha salido de la punta del pie hacerlo. No me habían ofrecido un hueco en un catálogo, no me habían colocado la idea en el teclado. Si no hubieran aceptado el manuscrito, habría colgado yo solita el texto en internet.
El impulso, como se lo intuyo a la mayoría, no nacía comercial. La literatura, para casi todos los que escriben, es un entretenimiento, un atracador de tiempo libre. Yo, por ejemplo, quería estructurar a través de la ficción una cara de las relaciones familiares, me apetecía encapsular una forma de vivir, unas maneras de querer.
Lo más sensato, suele repetirse, es hablar de lo que se tiene cerca. De lo contrario, se puede acabar como los Carmen Mola, encarnación del meme male writers writing female characters, escribiendo que "el hombre bromea con que una cara tan bonita nunca debería estar triste y, sin apenas darse cuenta, Violeta se siente a gusto en la conversación".
En esta tampoco estoy cómoda ahora yo. Me estoy arrepintiendo de haber publicado mi propia novela. Tendría que haberla presentado a un premio. Estaba tirado. Tenía ovarios y un teclado. Chaqueta y media de Phoebe Philo. No poner nunca más el lavavajillas.