En invierno y en verano acaban algunos telediarios como aquella escena final de Chicas malas protagonizada por Amanda Seyfried: su personaje conecta con el plató y, mientras un hombre corre al fondo resguardándose de la lluvia bajo la chaqueta, la actriz se toca el pecho y mira a la cámara con determinación: "Hay un 30% de probabilidades de que ya esté lloviendo".
En julio, un niño cuenta que continúa practicando matemáticas sumando las cifras de las matrículas que encuentra por la calle y ahora, tras haber grabado a los empleados de alguna confitería tradicional elaborando huesitos de santo, y a punto de mandar a sus reporteras a algún mercado para comprobar el precio de los langostinos antes de que arranque por completo la temporada de celebraciones, los informativos comienzan a alertar sobre las reservas de cenas de Navidad.
El cámara se fija en una familia que almuerza en una mesa cercana y la periodista entrevista al dueño del restaurante, que parafrasea, con los brazos tras la espalda, las mismas naderías que acaba de escuchar.
Hay noticias que, en vez de información, son tradiciones. A otras les sobra la D intervocálica, pero como las siga una con demasiado afán corre el riesgo de terminar con el ánimo y el cerebro chamuscados. Será, pues, recomendable aferrarse a la D para que la cabeza permanezca también agarrada entre los hombros.
Pero incluso las tradiciones se transforman. Sobre las cenas y comidas navideñas que ya se anuncian comienza a planear un tic anglosajón, una exhortación de origen extranjero.
En las visitas grupales a los restaurantes amaga con aterrizar la costumbre estadounidense de la propina obligatoria.
Se diferencia este conato, no obstante, de su origen. No procede, por lo general, de un porcentaje redondo al final de la cuenta. Nace de observar la mano ajena. Se consolida al olvidar la propia. Un ojo vigila la primera y otro se ciega frente a la segunda, que, al no tocar el dinero, al asimilarlo a algo inmaterial y casi fantástico que revolotea entre cuentas con alitas de colibrí, no va a echar de menos el bulto en el monedero, ya obsoleto.
Uno de los comensales pregunta al aire cuánto deberían abonar como propina y, uno tras otro, los amigos, estudiando su entorno para no descubrirse como una rata cicatera, aventuran cantidades. Tres euros más por cabeza.
No entrechocan entonces las monedas sobre el platito de la factura, sino que tintinea el datáfono alegre como unas castañuelas bajo el móvil-cartera. La propina, que en España se había empleado siempre como un agradecimiento directo al camarero particular, un gesto de reconocimiento al buen servicio recibido, se pierde en las cuentas del restaurante.
Dan a parar esos 18 o 36 euros extra, según el tamaño de la pandilla, a la hucha del dueño del local. La intimidad de la propina, un guiño casi secreto entre comensales y camareros, se disuelve.
Cierto bienquedismo y lo mágico del pago electrónico se encañonan ya hacia el riesgo más innoble de la propina à la estadounidense: que parte del salario que merece por su trabajo base el camarero comience a depender del ánimo del cliente.
Aunque aquí el trabajador, en casi todos los casos, el único dinero extra que verá en sus manos sea el que marca, durante unos segundos, el pasatarjetas que sostiene.
Pero el visitante, todo un cosmopolita, ha sido comprensivo con él, ha contrarrestado el derroche del festejo con un pequeño impuesto, ha demostrado su buena voluntad, se ha revelado ante todos como un individuo escrupuloso y empático. Ya puede salir del restaurante con el estómago lleno y la conciencia vacía.