Rafael Nadal, a lo largo de su larga e increíble carrera, no ha hecho más que sumar aciertos, algunos de ellos de un tamaño insólito. En la pista ha sido el más deportivo. En la lucha por ganar cada punto ha sido el más competitivo y, fuera de ella, siempre se ha mostrado elegante y sensato.
Es quizá por eso por lo que asombra tanto que haya decidido asociar su nombre a Arabia Saudí en, probablemente, la única torpeza pública (por llamarla de algún modo) que se le conoce.
Al principio de sus éxitos incluso los más expertos coincidían en que sí, Rafa era un portento en todo. Pero también señalaban que, con ese desgaste físico al que se sometía, su carrera resultaría meteórica pero también corta. Y aquí sigue el balear, tantos años después, a la edad a la que casi la totalidad de los tenistas se ha retirado hace tiempo, luchando por volver a ganar un Grand Slam en una encomiable (como todas las suyas) batalla que regalarle al mundo.
Es cierto que el año que ha estado fuera de las pistas le ha arrebatado el ranking. Y, con él, muchas de las posibilidades potenciales en los torneos grandes, ya que se enfrentará a los mejores nada más empezar.
Pero los tres partidos que ha disputado en Brisbane han mostrado al Rafa de siempre, un tipo extremadamente luchador y notablemente talentoso. Sólo sus problemas físicos, esos que demuestran que también es humano, le impiden seguir sometiendo a sus rivales como lo ha hecho durante tantos años.
Por todo ello extraña aún más que, al borde de la retirada, con una carrera asombrosa a las espaldas, haya tomado la decisión de unir la maravillosa sensación que genera en todo el mundo su nombre y su historia a la de un país represor que pretende blanquear su reputación, precisamente, asociándola a la de los deportistas más carismáticos.
Nadal no necesitaba cercanía alguna con el país en cuyo consulado en Estambul descuartizaron a Jamal Khashoggi, el periodista saudí y columnista de The Washington Post. La leyenda del mejor deportista español de todos los tiempos en absoluto merece vincularse a la de Mohamed bin Salman, el príncipe heredero saudí que envió a agentes secretos a asesinar en 2018 a Khashoggi, mientras su prometida, Hatice Cengiz, esperaba en el coche de ambos, aparcado frente al consulado.
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Un país que discrimina a las mujeres, que entre otras cosas no pueden elegir pareja ni casarse sin el permiso del padre o de un tutor, ni divorciarse sin el consentimiento de su marido. Un reino que abusa de los trabajadores migrantes, y que ignora, y en ocasiones ataca, los derechos de la comunidad LGTBI. Un país cuyos tribunales sentencian a la pena de muerte en juicios sin las mínimas garantías para los juzgados, como explica Amnistía Internacional. Un país al que un gigante como Rafa no debería representar.
Porque todo lo que representa Nadal, el esfuerzo, el compromiso, el éxito a partir del trabajo, se diluye en una extraña y amarga sensación al asociar su figura a la de los jeques saudíes. Cuando esto sucede, es como si mis neuronas, tan bien alimentadas hasta la fecha en relación a mi tenista preferido, se hubieran vuelto locas y ya no saben explicarme, ni explicarse, cómo o qué pensar al respecto del rey de la tierra batida.
Cuando pierdes a Nadal como héroe, que lo fue dos décadas, pierdes algo sustancial; como si tus cimientos emocionales de repente se desmoronaran y no supieran de dónde proviene el caos, ni hacia dónde abatirse. Una vida sin ídolos es como una sin pareja: mucho más triste.
Pero las parejas, y los ídolos, deben ganarse esa condición en cada una de sus acciones. Y, si te traicionan con alguien más joven o más divertido, o si lo hacen por dinero, el desconcierto se abalanza sobre uno, que piensa y sostiene que, quizá, no mereció semejante trato.