Yo antes pensaba que del dolor se podía sacar algo. Es lo que dicta esta época cursi y adicta a las historias de esfuerzo y superación.
Nos lo han repetido hasta la saciedad en los últimos tiempos los biempensantes, los psicólogos, los buenrrollistas del aprendizaje, los abultados cantamañanas que se hacen ricos comiéndonos la oreja en conferencias o TikToks a los que acude gente desesperada que busca respuestas sencillas al vértigo del mundo.
Y si los gurús jetas hacen caja, está claro, es porque hay mucha gente desesperada. Toda, quizá.
A veces consiguen que nos creamos que el dolor mola un poco. Que edifica o algo así, que acaba por engrandecerte. Es un consuelo barato, pero nos sirve, porque encima nuestra cultura es católica y nos parece que supuestos profesionales de la salud mental y supuestos profesionales de la fe se ponen de acuerdo y las piezas encajan.
Pero sé que es mentira, sé bien que es mentira cuando leo que Marta y Ramón tenían cuarenta años, un hijo de dos y un bebé de ocho días. Leo que vivían en la octava planta de un edificio hoy calcinado y que cuando ardió, ese era un hogar lleno de alegría en el que la mujer se recuperaba de su posparto y aún sentía que la vida salía a recibirla a ella y a los suyos.
Cuando tienes un hijo recién nacido en los brazos tienes que confiar en el mundo, aunque sea un poco. Tienes que tener esperanza en que las cosas irán más o menos bien, en que podrá crecer sano y feliz, en que le cogerán en los deportes de equipo en el patio del cole y nadie le torpedeará ni le dará de lado, en que tendrá amigos y les será leal, en que él mismo no será cruel ni chivato, en que se apasionará por cosas y alguna vez reirá a carcajadas tan alto que pueda oírle todo el restaurante.
Tienes que tener esperanza en que se enamorará y en que será amado, en que se sentirá razonablemente guapo y fuerte y valioso incluso cuando no lo sea, en que se ganará la vida con honestidad y se irá haciendo sabio sin volverse cínico, en que algún día caminará con liviandad por la calle y sus conocidos le mirarán con respeto y alguno dirá "allá va un tipo feliz".
Cuando tienes un hijo recién nacido en los brazos, claro, no puedes siquiera soportar pensar que pudiese morir antes que tú, pero lo que nunca, nunca, nunca te planteas es que pueda morir a la vez que tú.
Pero ha pasado.
Esta vez ha pasado y me rompe de tristeza y sé que este dolor empático mío, como la desconocida que soy para ellos, no sirve de nada, y sé que el dolor de sus familiares y amigos (el que sentirán las próximas décadas, el que les acompañará hasta la muerte, el dolor como animal de compañía que se convertirá en un gato que les mirará en medio de la noche, desafiante) tampoco.
Sé que el dolor nos revela más que la alegría. Sé que es autoconocimiento. Sé que a uno le define su relación con el dolor. Pero sé también, ahora, que nada de eso importa en absoluto. Sólo importa estar vivo, abrazar a los tuyos y que la vida no se te joda en media hora. Lo demás es sólo ego.
El dolor es estéril y, además, no se supera. Uno sólo puede montarse encima. Uno sólo puede subirse a la chepa del dolor y confiar en avanzar, porque él sigue corriendo.