Josep Pla pudo ser nuestra Hannah Arendt, pero no quiso. Esta es una historia de amor que acaba así: con nuestro gran escritor rechazando la posibilidad de convertirse en corresponsal durante el juicio a Eichmann en Jerusalén.
Cuando tuvo la oportunidad, prefirió hacer como Ruano, que dedicó sus mejores páginas de guerra a esos relojes que, en medio de un edificio en ruinas, seguían dando la hora. Quemaban los libros en la plaza de Berlín y Ruano veía metáforas en el humo gris que se iba azulando conforme ascendía al cielo.
Esta es una historia de amor porque los investigadores que han encontrado la prueba del "no" de Pla a teorizar sobre la banalización del mal estaban buscando otra cosa. Estaban buscando a su novia.
Se llamaba Aly Herscovitz y fue la única amante que apareció así, con nombre y apellido, en las miles de páginas que escribió Pla. Esa circunstancia hizo que cinco amigos (Xavier Pericay, Sergio Campos, Eugenia Codina, Marcel Gascón y Arcadi Espada) se lanzaran a escribir su biografía. La mejor manera de descubrir a un ser humano tiene que ver con descubrir la manera en que ama. El problema de este método es que sólo puede hacerse con los muertos. En muchos momentos inexplicables de la política, hemos sabido que no era otra cosa que el amor lo que actuaba como fuerza determinante. Pero eso no se puede escribir.
Recuerdo una vez muy concreta, cuando un político de gran importancia comenzó a actuar de manera inexplicable. Tras una violenta conversación, una fuente que se hizo amiga terminó por claudicar: "¡Es que está enamorado!".
Pla se enamoró algunas veces, pero no contó apenas. Es típico, no sé si casualidad, en los mejores memorialistas. Lo cuentan todo salvo el amor. Y cuando cuentan el amor, mienten. Nos vale el citado Ruano, siempre "confesado a medias", y nos vale Umbral, tan fabulador cuando se trató de sábanas.
Estos cinco investigadores se lanzaron a descifrar el nombre de Aly Herscovitz porque el párrafo de Pla decía: "Años más tarde, en plena Segunda Guerra General, supe la noticia de la existencia, en Alemania, de campos de concentración, con hornos crematorios destinados especialmente a los judíos que no habían podido emigrar. Un movimiento fulgurante de la intuición me hizo suponer que la señorita Herscovitz había sido quemada. Acabada la guerra, a través de un organismo internacional radicado en Suiza, traté de asegurarme".
Era un misterio lo suficientemente seductor como para escribir eso que los ingleses llaman quest y que no tiene traducción al castellano: una especie de reportaje donde se van compartiendo con el lector los pasos de la investigación, incluidas las alegrías y frustraciones de esa partitura.
Xavier Pericay acaba de publicar la quest con el nombre de Aly Herscovitz. Cenizas europeas en la vida europea de Josep Pla (Athenaica Ediciones).
Cuando empezaron, no sabían que acabarían encontrando a un Pla rechazando su mejor oportunidad profesional: escribir el juicio de Eichmann. Tampoco sabían que acabarían escribiendo un gran reportaje sobre lo que fue la vida de los judíos europeos de aquel tiempo.
Esa es la magia de la quest. Descubrir y que el lector descubra contigo. Y esa es la magia de los libros miniaturistas: el personaje anónimo es la microcámara a través de la que se mira el mundo.
Pla no quiso escribir aquel juicio, seguro, por lo que había ocurrido con Aly. Quizá fue cobardía (el no querer saber) o quizá cinismo (apenas un párrafo sobre el Holocausto en toda su obra pese a haber tenido una novia judía). Puede que fuera mera comodidad, no complicarse la vida. Pero en cualquiera de esas hipótesis, palpita el rostro desvaído de Aly.
¿Quién era Aly? ¿Por qué enamoró al escritor? ¿Dónde y cómo la asesinaron? ¿Cómo se enteró Pla?
Fue en el Berlín de "aquellos años desmonetizados", los de la hiperinflación. Pla llevaba una vida de "príncipe" porque su sueldo español, convertido al marco alemán, le convertía en un rico sobrevenido. Le gustaba el Hotel Adlon, que tenía los mejores martinis de la ciudad y los barberos más torpes del continente: "Me hicieron un corte en la barba que se me ha notado toda la vida".
Hay que estar siendo muy feliz como para que el corte eterno sea el peaje de un gran martini. Le decía Pla a su hermano Pere: "Te envío diez millones de marcos por si quieres mandar ponerlos en un cuadro".
De pronto, apareció Aly, de 19 o 20 años. "No muy alta", "llena", "rubiales", "ojos grises", "dentadura blanca", "poco preocupada por la manera de vestir". Dominaba el francés y el inglés, buena conversadora, sabía de Goethe. Conducía. Fumaba Muratti. Enamoraba a los escritores. Les traducía.
También escribió Pla, de manera un tanto críptica: "Esta chica tiene el don de comprender la vida, pero ha pasado muchas horas desagradables". Comieron dos o tres veces y Aly se fue a vivir con él a una habitación en casa de la señora Behrens.
Debió de ser una vida intensa, una relación abierta, que se diría hoy. Porque a Aly le salieron un día manchas en la piel y fue diagnosticada de sífilis. Ella se asustó por lo que diría su familia. Pla se asustó por la posibilidad de estar contagiado o de contagiarse.
Durmieron en la misma cama… "en un estado de pasividad completa". Pla medió con un ministro francés para que Aly pudiera internarse y curarse en París, lejos de los suyos. Aly era "una persona de mucho temperamento y tenía un erotismo natural y deleitoso". Era, por decirlo con palabras de hoy y según prueba la investigación, una especie de escort.
A partir de estos detalles, los investigadores se lanzan a una búsqueda compulsiva por decenas de ciudades, fundaciones y archivos. Ese delirio se va trasladando al lector, hasta el punto de generar un punto de furia cuando cierra el libro antes de dormir: "¡Joder, que la encuentren ya!".
La prueba del libro bien hecho. Vibramos cuando Robert, el sobrino de Aly, abre el álbum de fotos. Cuando llega un documento que realmente aporta. Cuando un archivo reacio deja de serlo. El libro es también un manual para las facultades de Periodismo: pelear y no darse por vencido.
Van apareciendo datos, que son la muesca de un tiempo. Aly y Pla dejaron de verse antes de que llegara el nazismo. Él nunca la olvidó. Por eso quiso enterarse de qué le había sucedido. Aly (supieron los investigadores) fue apresada en París, donde había encontrado refugio.
Se la llevó la policía parisina en la redada del Vel d’Hiv, año 42. Más de 13.000 personas fueron detenidas por los agentes franceses siguiendo las órdenes de las autoridades alemanas. Aly viajó en un convoy a Auschwitz, donde fue gaseada.
Alma Potoker, luego Alma Herscovitz. Judía nacida en Frankfurt am Main un 13 de abril de 1904, crecida en Leipzig, exiliada en mil y una ciudades, casada con un cineasta también judío y también asesinado. Alma Herscovitz, que le contó a Pla lo mucho que le gustaban ("y le electrizaban") las marchas militares alemanas. "La señora Herscovitz era una gran admiradora de Alemania y de sus virtudes patrióticas". Como tantos judíos asesinados.
El libro pone bajo el flexo una realidad incómoda, impensable vista desde el presente. Primero el profundo antisemitismo, transversal a derecha e izquierda. Y luego, el desconocimiento de lo que realmente fue el Holocausto hasta casi el siglo XXI.
Pla, como la mayoría de españoles, como usted y como yo de haber vivido aquel tiempo, escribía con ese ligero toque antisemita. Los investigadores rescatan ese autorretrato en que confiesa con alivio que su rastro judío en los apellidos no se correspondía con sus rasgos físicos. "Los judíos (…) tienen los ojos tristes del perro pedigüeño y apaleado". Y él no. Eso escribió Pla.
El momento cumbre de la investigación llega cuando confluyen en una misma escena Aly, Pla y el juicio a Eichmann. Vergés, el editor para todo de Pla, le dice al escritor: "Destino está invitada a asistir al proceso de Eichmann en Jerusalén. La invitación ha venido a través de la embajada de Israel en Londres, que aprecia mucho nuestra posición a raíz de la detención de Eichmann. He dado tu nombre y ahora me dirán cuándo tenemos que ir".
Pla contestó: "No creo que yo sea el más indicado para ir a Israel a ver el proceso". Ese es el instante en que Josep Pla i Casadevall decidió ser el mejor escritor de las cosas pequeñas y renunció a intentar convertirse en el mejor escritor de las cosas grandes.
Los investigadores, nada sospechosos de detestar la obra de Pla, transmiten su desilusión. Rastrean su obra y confirman esa ausencia, que había estado ahí pero que no había corporeizado hasta consumarse la resurrección de Aly. Sólo un párrafo sobre el Holocausto en miles y miles de páginas.
Al contrario que la gran mayoría de la gente, Pla supo poco después de la guerra que hubo campos de concentración en la Alemania nazi. Y no lo escribió. Pla pudo mirar como Arendt. Y no lo escribió. Pla pudo teorizar sobre la mayor catástrofe de los hombres. Y no lo escribió.
Pla no quiso escribir del Holocausto porque era escribir de amor. O al revés. No quiso escribir de amor porque acabaría teniendo que escribir el Holocausto. Esto no significa que Pla fuera un insensible, que fuera una mejor o peor persona. ¡Qué desastre la moralización que nos invade!
Es un detalle literario, que le afecta a la pluma y no al corazón. Que le afecta como escritor y no como ser humano. Porque a Pla, ahí va un atisbo de redención, le sulfuraba el Holocausto. Manuel Ortínez dejó escrito en sus memorias una visita de un general de las SS a casa de Pla.
El escritor sometió al militar a un interrogatorio insultante, "violentísimo". Le dijo: "¡Ustedes han violado a todas las mujeres europeas!". Que era como decirle: vosotros habéis violado a Aly.
Vosotros la matasteis, vosotros la quemasteis, y todas esas cosas que estaban dentro de Pla, pero que no salieron fuera. Si nos duele que no salieran, es porque nos habría gustado leer a Pla… todavía un poco más. Y porque, leído este libro, volvemos a soñar con escribir como Pla. Volvemos a leer a Pla.
No tenemos el cuaderno negro del nazismo, pero nos queda el cuaderno gris.
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