Cuenta un informe que Andalucía es la comunidad autónoma en la que menos absentismo laboral se registra. Me gustaría saber por qué, pero entre los párrafos sólo detecto números. No encuentro las razones.
Querría conocer cuáles son los factores que han hecho de los andaluces los mayores curritos del reino.
Si es porque el sol, antes de que en junio atore el termómetro, embadurna la piel de entusiasmo o si es porque quien trabaja en una ciudad mediana puede escabullirse de la oficina y comer en casa casi a diario, en lugar de verse obligado a despellejar un bol de plástico frente al ordenador para mascar lechuga seca mientras el procesador de sus compañeros, ahora encerrados en un comedor cuajado de los olores del microondas, le zumba en los oídos.
También puede ser efecto de que sus fiestas se hayan encuadrado en el calendario cuando comienza la luz a estirarse, de manera que las ciudades parecen celebrar en comunidad la llegada del buen tiempo, y nadie, por lo general, queda preso al otro lado de las ventanas de la oficina.
Algo debe de haber en el asunto del sol y las nubes: dice el estudio de Adecco que es en Galicia, el País Vasco y Asturias donde repunta el absentismo.
La luz solar masajea el buen humor. Pero el humor no es cosa regional. Se reparte aquí y allá y queda labrada de ingenio toda la península.
De nuevo en el sur, por ejemplo, el Ministerio de Igualdad anda revisando el destino final de algunos fondos con su pegatina. A través del ayuntamiento de un pueblo de Granada, una psicóloga reunió a un grupo de mujeres para "hacer una retrospectiva del proceso vital de la mujer desde el útero materno hasta la edad adulta a través de una cata de chocolates".
En el norte, un señor catalán garantiza limpiezas para el organismo a través de sesiones de revolcones, abrazos, saliva y chupitos milimetrados de lejía. Se le amontonan las denuncias.
En el centro de España, los restaurantes han comenzado a cobrar 12 € por un sandwich mixto sin cortezas. El que a estas alturas de la legislatura no navajea a su vecino es porque ha hecho voto de pobreza.
La sinvergonzonería del español es graciosa a la escala correcta, que suele ser la de un titular de periódico. Uno, preferiblemente, junto al que no aparezcan unas iniciales conocidas. No acostumbra a ser placentera la contemplación del nombre propio floreado de ridículo.
A algunos, pese a todo, les toca verlo. Por mera contraprestación. Quien busca la atención y el dinero, o sea, el poder sobre el otro, vuelve trasquilado. El que sube una fotografía a internet a cambio de migajas de validación física entrega a los otros su imagen.
El que crea y hace pública su obra sabe también que abdica de ella. Permite que las opiniones ajenas la recubran, la revistan y reconfiguren. Se deshace, en parte, de su creación.
El que vive para el público deja en sus manos su autoestima. El que vive de lo público, también.
La humillación, no obstante, llega sólo para el que la busca. El ministro que tiene a su equipo (o sea, al nuestro) metiendo en celdas de Excel los comentarios negativos que se escriben sobre él haría bien en dejar de leer la sección de Opinión, que en exceso sólo trae efectos secundarios quijotescos, y ponerse a hojear el periódico hasta la sección de Cultura.
No hay actriz, director o escritor que en una entrevista no reconozca que salió desplumado y tiene ya aprendida la lección: nunca, salvo amnesia repentina, hay que buscar el nombre propio en internet.
Y si se cae en ello, no se deben aullar los resultados. Nada estremece como un bebé, que llora para que lo consuelen, con barba y corbata. Las descompensaciones del ego, como las del intestino, se resuelven siempre mejor en la intimidad.