Lo único bueno que puede decirse del recientemente aprobado Plan Integral de Prevención y Control del Tabaquismo es que no haya resultado tan ambicioso como sus promotores más fanáticos pretendían.
El Ministerio de Sanidad no se conformaba con el vigente régimen de semiclandestinidad, apartheid y estigmatización de los fumadores. Pretendía prohibir fumar en las terrazas y en el "ámbito privado". Esto es, en nuestro coche particular y en nuestro domicilio.
Pero el horizonte es claro: aumentar los espacios libres de humo hasta que España sea en sí misma un espacio libre de humo, en el advenimiento de la sociedad sostenible del 2030 donde ni humanos ni coches expelan ya vapores.
Hay médicos proponiendo directamente prohibir, para siempre, la venta de tabaco a las nuevas generaciones. Ofrece un espectáculo sublime la eclosión del desarrollo de nuestras democracias liberales en gobiernos de excepción progresista. Asistir al desenmascaramiento definitivo del neutralismo del Estado liberal, que impone por la puerta de atrás una nueva dogmática y una nueva ortodoxia pública mucho más ineludibles que cualquiera de las precedentes.
El plan antitabaco no contempla alternativas como la sola concienciación, o los sucedáneos sin combustión, menos dañinos que los cigarrillos, que de hecho se penalizan. Ahonda en la línea de la reconversión agresiva de los hábitos, siguiendo el mismo programa que la inversión completa de las costumbres traída (¡en sólo 14 años!) por la ley antitabaco de Zapatero.
Conviene conservar la capacidad de admirarse ante el entusiasmo punitivista que comparten legisladores y gran parte de los ciudadanos, aparentemente determinados a que la única dependencia que quede en pie sea la adicción a la democracia y la igualdad.
Los que niegan el ánimo persecutorio de esta erradicación del tabaco invocan razones aparentemente inapelables de salud pública, sustentadas en una evidencia científica incontestable sobre los efectos perniciosos de esta práctica nefanda.
Sorprende en cualquier caso que los que denuncian los costosos efectos sobre el sistema sanitario y el perjuicio social del tabaquismo sean los mismos que proponen legalizar otras drogas como el cannabis.
También se demuestra inconsistente, escrutada más de cerca, la esgrimida justificación de que "mi libertad acaba donde empieza la de los demás". La subordinación de nuestra autonomía personal a la protección del conjunto de la sociedad es un argumento moral circular que lleva a que todo el mundo tenga que renunciar a su libertad. Y a que todas las autonomías sean en definitiva violadas.
La lógica de la protección de los vulnerables redunda en que nadie esté a la postre protegido. Ese etéreo "los demás" de la máxima ética implica en realidad un Otro abstracto ante el que sacrificar nuestras libertades. Es decir, la sociedad en su conjunto.
Es decir, el Estado, que sería su objetivación.
Tal es la lógica colectivista y totalitaria subyace a esta dinámica de desposesión amparada por la retórica de la solidaridad.
Cierto es que a este régimen bipolítico sustentado en la autoridad de la medicina ya nos acostumbró la gestión de la pandemia, que acabó de organizar el asentimiento de los ciudadanos al tutelaje despótico bajo la coartada de la protección de la salud.
La Covid-19, con la ubicua presencia de la muerte, instruyó a los sujetos en la conciencia de la vulnerabilidad, una fragilidad e insuficiencia constitutivas de las personas que nos hace necesitar de la benéfica acción de los poderes públicos. Quedó así ratificado el miedo a la destrucción como el acicate del pacto social con el Estado hobbesiano.
El resorte prohibicionista ante los problemas públicos (el tabaco, la pornografía, la prostitución) que exhibe habitualmente la acción política da cuenta, como afirma Pedro Lecanda, de una ideología reglamentista basada en la desconfianza mutua.
La hiperregulación exhaustiva de todos los ámbitos de la vida según criterios de emergencia se convierte en el principio rector del gobierno cuando la desarticulación moral de la sociedad impone, para suplirla, una política moralizante.
Hemos de habituarnos a esta dinámica en el marco de unos Estados del bienestar decadentes cuya impotencia para reformar problemas estructurales se expesará en una creciente vigilancia de las conductas individuales.
El Plan antitabaco habla de "la monitorización en el control del tabaquismo". La ilustrada clerecía médica del Estado-hospital se encargará de supervisar al paciente por su propio bien, para que tome las decisiones correctas que mejoren su bienestar.
¿Adiós a fumar dentro del coche? El Ministerio de Sanidad pone el debate del tabaco en espacios privados sobre la mesa https://t.co/lqlue3c5k9
— EL ESPAÑOL (@elespanolcom) March 13, 2024
Se normalizan los tratamientos invasivos que presuponen que los problemas de salud son resultado de decisiones individuales. De sesgos cognitivos que hacen a los pacientes tomar caminos erróneos que se alejan de un comportamiento racional, el cual puede ser conocido por una clase de expertos. Esto justifica a su vez su dominio sobre los no ilustrados.
Estamos ante una comprensión médica de la política, de la que es fiel reflejo la actual ministra de Sanidad ("Mónica, Médica y Madre"): diagnóstico inequívoco de la enfermedad social, y receta infalible para curarla.
Está muy asentado este sofisma según el cual del conocimiento científico se siguen directa y necesariamente políticas públicas concretas. Recuérdese el momento apoteósico de la propia Mónica García, que espetó en la Asamblea de Madrid a los diputados "ustedes consideran que los fetos, por tener latidos, ya tienen vida. Pues no. Léanse la ciencia".
Este marco mecanicista remite a la idea de la política como una cuestión neutral de maximización de la utilidad, operación sobre la que se justifica la autoridad supervisora de los tecnócratas (la "aristocracia cognitiva") para imponer restricciones a nuestra voluntad, y la que motiva la reverencia de pueblo hacia quienes pueden salvarlo.
No sólo el positivismo ambiental legitima el poder blando del paternalismo estatal. El Estado se convierte en un dispensador de la salud (que pasa a ser entendida irreflexivamente como tratamiento y cuidado) cuando la salud física se convierte en un fetiche.
Es la era de la cultura fitness, de los hábitos saludables y del culto al cuerpo, de la higiene personal y social, que transparentan el pánico a la decrepitud en unas biografías que habitan el puro más acá. Cuando la existencia se vuelve un fin en sí mismo, se redobla el miedo a la muerte.
[Opinión: Cuando la poli me lleve presa por fumar en una terraza]
La vida, dice Alain Finkielkraut, queda reducida a "la vida sin más, a la vida como único horizonte de la vida, al mantenimiento del proceso vital". Pasamos a sobrevivir en lugar de a vivir.
El triunfo de la supervivencia sobre la vida buena no es únicamente fruto del vacío existencial del mundo secularizado. Es también el producto de la ideología del bienestarismo que anima y a la vez promueve el Estado de bienestar.
El "apetito de bienestar material" (la satisfacción de las necesidades biológicas y la procuración de placeres vulgares) se consagra como única aspiración humana. Y como explica Juan Vallet de Goytisolo, es esto lo que hace grato el estado de dependencia frente al Estado administrativo socialdemócrata, que en su ánimo racionalizador engendra una sociedad protésica que drena la organicidad de la vida.
La cruzada antitabaco está alentada por este mismo espíritu, lo cual explica que los ciudadanos se abandonen alegremente "a la providencia alienante del Estado". En este contexto, la nueva clerecía médica, sobre la que se legitima el poder tecnocrático, se vuelve indispensable, porque promete una inmortalidad terrena a quien se somete a sus dogmas.
Pero, como recuerda Juan Manuel de Prada, "al dejar de creer en la otra vida, los hombres no hacen sino amargarse en esta". No permitamos que los burócratas nos la hagan aún más agria.