Yo no sé si en la vida volveré a ver algo tan hermoso como El Rocío. Eso no es una aldea, es realismo mágico.

Recuerdo ser niña y llegar allí en el coche familiar, bordeando el Parque de Doñana, y quedarme pegada con la cabeza y las manitas a la ventanilla, salivante como quien anhela una tarta tras el cristal.

Era imposible asir tanta belleza. Casi que no bastaba con mirarla: una hubiese preferido meterse dentro de ella. Si una pudiera, tan solo, llevársela a la boca, colarla dentro de sí y guardarla para siempre. Si una pudiera intoxicarse con ella. Adormecerse con ella. Mezclarla con una misma, desaparecer en ella. 

Los almonteños saltando la reja.

Los almonteños saltando la reja. EFE.

Era un cuento o un sueño raro. Pienso en esa marisma que muere gota a gota, en ese caballo con el lucero en la frente, en la tarde cayendo espesísima sobre la ermita blanca. Pienso en el milagro de su buitre leonado y sus cigüeñelas hermosas y la posibilidad, algún día, de entender de lejos un lince ibérico, como quien ronda incansablemente al animal mitológico favorito que se alimenta de halagos y controversia y sólo una vez, quizá, se cruza en tu suerte.

Entonces sabes que estás tocado por la gracia del mundo, como cuando te topas una noche con el Munaciello en un callejón de Nápoles. 

Todo es una leyenda en El Rocío, todo te cose de narración para siempre

Todo te bendice en El Rocío, hasta el insecto que te chupa la sangre. 

Uno siempre es peregrino porque uno siempre está transitando una tierra extraña, una tierra que nunca se ve dos veces por igual. 

Un carro, un perro, algún amigo, un fandango. Un domingo de Pentecostés con el manto del espíritu santo en lo alto: diáfano, clarísimo, inapelable. Si no crees en Dios allí un ratillo es que estás muerto. Más bien, estás ciego.

En El Rocío, Dios es ciencia, es verdad aprehensible e incuestionable. Te lo encuentras por todas partes. Hay una virgen que son muchas o quizá sólo una que se mueve muy rápido, como las madres por las casas viejas, apagando en silencio las luces que dejaron encendidas los críos gamberros. 

Dice Juan Ramón Ribeyro que podemos memorizar muchas cosas ("imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas"), pero que hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer.

Dice también que menos mal, porque entonces la vida se volvería un suplicio. En el primer caso sería una tortura y, en el segundo, una burda repetición. Yo creo que Ribeyro venía a decir que nuestra memoria, en el fondo, nos quiere. Que es imperfecta adrede (esa es su forma de ser perfecta) y que "sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos". 

Yo quiero quedarme ahí, entre todas las cosas viejas, entre todas las cosas rotas, entre todas las cosas que ya no le importan a nadie. En El Rocío todo está a punto de nacer y también a punto de morir. A punto de extinguirse. Es un paréntesis extraño de tradición onírica, de poesía primitiva. 

Cuando veo cada año el salto de la reja, con esa marea de varones zumbando de malas maneras para alcanzar a la virgen como si el corazón fuese a estallarles dentro del pecho, salpicando sus propias paredes de ser humano, pienso que es deseable burlar las leyes de la lógica (y del orden, y de la elegancia) a cambio de sentir algo en la vida.

Decía Michael Ende que las pasiones humanas son un misterio. Hay gente que se pasa la vida escalando montañas sin poder explicar por qué. 

Me impresiona que el folclore sea radical y limite el salto de la reja y el abrazo a la virgen únicamente a los almonteños. Me gusta, de hecho, que así sea, más en la era de la mezcla sin criterio, de la globalización y la gentrificación.

Pero me llama la atención, también, que el folclore sea móvil para según qué otras cosas.

Puede variar la hora del salto. Pueden esperar los lugareños a que llegue el simpecado para empezar a correr… o no, porque este año, por ejemplo, no les importó demasiado.

Puede haber altercados o no, alguna buena leche, una contusión, un empujón al vecino (la vida no es perfecta, la solidaridad es para quien la merezca). 

Pero en cada edición me escama la idea de no ver a mujeres en el salto. Cuando dicen "los almonteños saltan la verja" se refieren sólo a ellos. No creo que sea culpa de nadie, es un poco responsabilidad y deseo de todos. Es el peso sexista de la costumbre. El rito religioso ha convertido a las mujeres en secundarias de lujo. Hay tantos lugares que amo en los que las hembras nunca serán las protagonistas... 

Una ya no sabe si tiene cabida en lo que adora. Si la tendrá alguna vez. 

Somos muchas las que defendemos y dignificamos con la palabra nuestra cultura popular, el misterio de nuestras raíces, aunque a menudo tengamos un lugar marginal en él. ¿Cómo sería esta fiesta si las mujeres hubieran metido más mano, si se les hubiese dado más poder? ¿Acaso no podrían llevar ellas la procesión en volandas, con lo chiquita que es esa virgen?

Siendo honesta, tampoco sé si a nosotras se nos hubiese ocurrido alguna vez, allá en el 75 e inaugurando la tradición, meterle un salto loco a esa verja.

No es nuestro estilo.

No es nuestro estilo lo tosco, lo temerario, lo atávico que avanza a empujones, lo chiflado que excita a la vez que, a veces, amenaza la vida. Cuando veo alguna demostración física embrutecida y rudimentaria, algo bravucona y gratuita, siempre pienso "jajá, esto sólo se le ocurre a un hombre". Es testosterona jugando sus cartas.

Internet está lleno de esos vídeos en los que un tipo, a menudo, hace el ridículo por exceso de confianza y sale un poco mal parado. No pasa nada, esa virulencia suya también ha servido, en sentido positivo, para salvar y cuidar civilizaciones. Para ir a matarse en la guerra por sus mujeres y sus hijos.

¡Les queremos así! Tan brutos y sentimentales como cuando saltan la reja, aunque a veces no sepamos lo que queremos: si que se bajen o que nos hagan un huequito.