Recuerdo que hace un tiempo, mosqueada yo con un varón decepcionante, me puse a escuchar en bucle Pesadilla en el parque de atracciones de Los Planetas, un poco por supurar mientras me pintaba los ojos en el espejo del baño. Es una canción expectorante, quirúrgica, iracunda, perfecta.
Es la canción de los que han sido chuleados (todos nosotros, en algún momento). La canción que uno canta por no golpear, por no ponerse destructivo, por no cebarse, por no enfangarse en la venganza, que es una cosa muy divertida pero para la que hay que tener tiempo, y de esa agenda no disponemos.
Es la canción de los que tenemos capacidad de ser malos (al menos, reactiva), pero elegimos profundamente ser buenos. Es la canción de los que llevamos una navaja en el bolsillo, como dice mi amigo José Andrés, pero aceptamos que la elegancia es portarla y no sacarla.
Tú cantas "cuando veas lo imbécil que has sido" con Jota a los cascos y se te llena la boca: algo se te cicatriza dentro. El mundo está de tu parte. Sales a la guerra de nuevo, dignificado y sin volver a numerar tus propios rasguños. Combatir la estupidez humana (esa torpeza descuidada y egoísta rayana en la maldad) también es estúpido.
Compartí la canción en mis stories de Instagram, que es la forma infantil y poética que una tiene de decir "proceso finalizado", modo revanchita genérica, modo botella tirada al mar, y quien quiera entender, que entienda.
Mi sorpresa vino cuando me contestó un viejo ex, diciéndome: "Esa canción me recordó durante mucho tiempo a ti". En la cara. Pim, pam, pum. Me quedé picueta. Luego me reí, sombríamente.
Todos somos el Pesadilla en el parque de atracciones de alguien, al cabo. Todos hemos sido los chulos de algún romántico despistado. Los manipuladores. Las estrellitas. Los chungos de todo esto. Entonces, como no te reconoces en esa definición, aceptas la peor de las verdades: no es que fueras cruel, es que te daba igual. Como tú a la persona a la que le dedicas la canción, y así en un torbellino eterno.
Hay coplillas que en un doble salto mortal te acaban colocando en tu sitio.
El ser humano puede vivir todas las fases del encanto y del desencanto transitando canciones de Los Planetas, y esto quiere decir que están muy bien escritas y que tenemos una sentimentalidad limitada que apenas varió desde Shakespeare. Somos cortitos y guapos a nuestra manera.
Pensaba en esto esta semana, en el prestreno de Segundo premio, la película de Isaki Lacuesta sobre el grupo, que ya llaman filme de culto y que a mí se me ha ido haciendo grande dentro desde que la vi, porosísima y llena de símbolos. Cada día me trepa los órganos otro poco y tengo una epifanía nueva sobre ella.
Lo bueno es que ahí (en Granada, en Los Planetas, en los amigos terribles e íntimos que crean juntos y a la vez contra sí mismos) tienen clarísimo que el arte va de hacer visible lo invisible, o, al menos, va de hacer que se note la distancia entre lo que uno dice y lo que uno ama.
Hay cosas que ni ellos consiguen verbalizar; o a lo mejor es que no quieren. Hay secretos que cogen cuerpo. Uno siempre acaba diciendo en voz alta y encogiéndose de hombros: "Bueno, yo esto no se lo digo, pero no hace falta… él ya lo sabe. O se lo imagina".
Las cosas que uno no dice llenan primero habitaciones, luego casas enteras, luego mansiones abandonadas. Un día te sacan en volandas de un bar y expulsan de la ciudad.
Las cosas que uno no dice siempre, y paradójicamente, acaban ocupando mucho espacio.
Por eso el momento más brillante de la película llega en un encuentro entre Jota y su amiga May, que fue una integrante iniciática de la banda que se piró por razones misteriosas justo antes de dar el primer pelotazo grupal. Era una tía sensacional: luminosa y enigmática a la vez, una cosa que ya no se puede ser, o quizá que no sabemos cómo ser.
Tocaba con gafas de sol y de espaldas al público. Era la bisagra, el punto de apoyo, el vaso comunicante (o como queramos llamar a la gente generosa, paciente y fundamental que se lleva la peor parte) entre los dos talentos tormentosos del cantante y el guitarra.
Aquí nuestros tres protagonistas: Jota, May, Florent. Un triángulo diseñado por el diablo.
Todos ellos estaban algo enamorados los unos de los otros. Todos se detestaban un poco. Todos conspiraban entre sí. Todos se deseaban incestuosamente. Todos se admiraban casi enfermizamente: en fin, ni que se pudiera hacer de otra forma.
Cuando May se fue, esa moto de tres ruedas que eran se desequilibró. Digamos que Florent y Jota la necesitaban como mediadora, intérprete y ventrílocua para amarse sin matarse, sin reventarse el uno al otro. Por eso Jota se pasa toda la película pidiéndole a Mai que vuelva, y ella negándose: ya está en otras.
En una de esas, él va a verla a la universidad y a invitarla a un café para volver a ametrallarla con sus movidas. Jota es egocéntrico, monotemático. Habla en círculos y siempre sobre sí mismo.
Entonces May pronuncia, sonriendo, la frase más evocadora del filme: "¿Y yo, cómo estoy?". La pregunta perfecta y desarmante que hacerle, a partir de ahora, a esos amigos que nos usan como recipientes de su verborrea infinita pero no tienen ni idea de qué sucede en nuestra vida. Una pregunta-espejo. Una pregunta-guantazo.
Jota, orgulloso e implacable, se repone: "Ah, yo sé perfectamente cómo estás. Yo sé perfectamente todo lo que piensas". De nuevo un vanidoso que sólo se escucha a sí mismo usando la carta de la telepatía. La carta de "si quiere contarme algo, que lo haga, ¿no?". Ya. Esta es una cosa muy masculina, por cierto.
"¿Ah, sí?", le contesta ella, "¿y qué estoy pensando ahora?". Y en un recurso narrativo desolador y conmovedor, Isaki Lacuesta les pone a hablar sin mover la boca. Y se entienden.
Jugar a la adivinación con el amigo que intuimos profundamente (con nuestro cómplice predilecto) es la vía que usamos cuando tememos que un día nos diga la verdad y nos haga un retrato. Es decir: es miseria. Sin embargo, no paramos de tener conversaciones en silencio con nuestros amigos favoritos. Poder hacerlo es lo que nos une. Hacerlo es lo que nos separa.
¿Cómo voy a decirte que no te aguanto pero que sin ti no recuerdo ni cómo se anda? ¿Por qué pesas tanto, pero no puedo hacer otra cosa que llevarte a cuestas toda la vida?
En otra escena de la película, Jota le dice a Florent en la barra de una taberna que no cuenta con él para el viaje a Nueva York, donde grabarán Una semana en el motor de un autobús.
Ahí Isaki vuelve a usar el recurso de contar lo que está pasando pero nadie ve, de poner imágenes a lo que está sucediendo por dentro: en definitiva, se lían a hostias. Un botellazo en la cabeza. Una paliza en el suelo. Sangre, dientes volando. Te alucina enseguida ver que los paisanos del bar no reparan en ellos ni para la reyerta. Eso es porque en la vida real, jamás llegaron a pegarse. Pero lo que sucedió de la carne para adentro es otra historia. Ahí se han acuchillado más de una vez.
La literatura entera es eso. El Quijote entero es eso, reconocer que la vida es lo que pasa en nuestra cabeza. Lo que soñamos sin alcanzar nunca. Lo que no decimos. Lo que no besamos. Lo que no golpeamos. No importa.
Es esa misma vida compartida con nuestros amigos la que nos lleva siempre al mismo lugar separado: una tumba en la que no cabe nadie más.