Leo que en una ocasión Julia Otero le dijo a la fotógrafa Cristina García Rodero: "Tú no tienes físico de reportera, tienes aspecto de mamá".
A ver qué significa eso. A ver de qué va esa dicharachera machistada.
Rodero, seguro la mejor de las nuestras junto a Ramón Masats, tiene 78 y es menuda y veterana y valiente: yo me imagino que antes de salir a la calle saca de un joyero un par de ojos grandes, desiguales y cargaítos de rímmel y se los incrusta en las cuencas frente al espejo, como quien se calza los mejores zarcillos, que siempre son los que no están en venta.
Es como si tuviera dos teleobjetivos levísimamente distintos y esotéricos enmarcados en la cara. Con ellos llega a la nuez secreta de las cosas. O sea: Cristina te mira y te ve por dentro. Es aterrador. Su trabajo no va de sacarte guapo, va de sacarte verdadero. Con lo que eso duele...
En los setenta, la gente se reía de ella y le decían "¿y ésta, a dónde se cree que va?", y todo porque pillaba el coche (chula, rápida y sola), y aparcaba en las entrañas surrealistas y folclóricas de la España oculta como ningún hombre supo (esa España que ya no existe, con carreteras asesinas). Anda que no pica eso también.
Claro que no parecía una moderna. Ni falta que le hacía. Yo creo que la Rodero fue tan brillante y empática y profunda justamente porque no se disfrazaba de nada, y menos de la "reportera" que Julia Otero quería que fuera. O, aún peor, de la típica chavala vanguardista, artistilla de cuarta y sobreadornada hasta la parodia, que se flipa delante de los provincianos y les trata con babosa condescendencia para después retratarles con cierto humor irónico que sólo es esnobismo.
Ella miraba en horizontal y se manchaba de sangre, de vino y de barro.
De sudor y lágrimas y mierda.
Ella manejaba un don que apenas tienen ya los nuevos talentos: en su inmersión en un mundo nuevo, no hacía sentir a nadie como si fuera un mono de feria, un exotismo o una extravagancia que vampirizar desde una mirada superior, más docta o "civilizada". Eso es sencillamente repugnante.
A la gente le apetecía compartir con Cristina su fe, su pasado y su fiesta, la parte atávica y feroz de su alma, su inteligencia y sus recuerdos y su posibilidad de futuro. Su tradición. Su memoria. Su baile. Sus amores, su mística. Su miedo, su teatro. Sus promesas. Los clavitos de su cruz.
Rodero se refirió al comentario de Otero diciendo lo siguiente: "Sí, soy pequeña, mido metro y medio. Pero mi fuerza no está en el físico sino en la mente; la cabeza tira del cuerpo, y a lo largo de todos estos años se ha ido fortaleciendo". Me pareció una respuesta maravillosa.
Fui hace unos días a ver su exposición en el Círculo de Bellas Artes, la que recoge sus fotografías desde 1973 a 1989. Procesiones y graneros y drag queens y velas largas y toros y curas y beodos y niños que miran a niñas sin saber aún por qué están a punto de enamorarse de ellas. Todo es lumpen y ángeles caídos. Es de una belleza radical fuera del tópico.
"Durante mucho tiempo, las fiestas populares se habían asociado a lo primitivo, lo inculto, lo vulgar y lo bárbaro. Se las veía como un recordatorio de la pobreza y el poder religioso que habían imperado en la época de Franco. Mi objetivo fue demostrar que la cultura y tradiciones populares no son ignorancia sino sabiduría, y que es imprescindible evitar que caigan en el olvido", explicó Rodero.
Yo creo que para conocer a alguien yendo a un museo o a una galería hay que preguntarle siempre cuál es su pieza favorita. La mía fue La presumida, una que ni siquiera he encontrado después en Google. Ésta que ven la fotografié yo con el móvil.
Adoro la puerta de la casa del pueblo con las cortinillas viejas estilo mosquitera. Adoro a esa niña tan flaca y coqueta que se arremanga el vestido para empujar al tiempo y sentirse ya hembra, siendo sólo una cría intuitiva. Creo que ella ya sospecha, como Carmen Sevilla, que una empieza a ser mujer por las rodillas. Adoro su precocidad, su chulería, su insolencia. Quizá adore, en el fondo, su inocencia temeraria.
Adoro a esa niña que no respeta nada porque aún no es adulta ni esclava de ninguna convención.
Ella sonríe por encima de los dos cadáveres,por encima de las dos pequeñas bestias que cuelgan salvajemente del tejadillo: digamos que posa junto a la muerte pero a la vez le da la espalda. Es como si supiese que va a llegar, que también ella la tiene en la chepa, pero elige ignorarla y seducir.
¿Es la niña una sádica o una superviviente?
Yo diría que es la carne viva (la carne nueva) riéndose de la carne muerta. Retándola. Es la potencia de vivir. Es un radical aferrarse al mundo, por sórdido que sea, ¡y amarlo!, y pulsar a la vez todos sus botones, todas sus posibilidades...
Me recuerda a esa genialidad que escribió Jung: "Es una concepción necia la que tienen los varones. Creen que eros es sexo, pero yerran: eros es estar vinculado".
Me recuerda a las niñas del polémico Balthus, que yo venero. Le quiero porque parece que estaba cuando yo ya no era niña y tampoco era mujer, es decir, me parece que me vio suspendida en el aire en ese salto donde casi despeño. Donde casi despeñamos todas. Él decía que amaba la infancia porque es la época en la que todo está aún unido: luego todo se desintegra, luego la vida se desgaja como continentes separándose. Yo qué sé: la pérdida de los amigos, la pérdida de la ternura, la pérdida del primer amor y de los padres y de los mitos y de la libertad y de la fe.
La niña no sabe nada. La niña baila y baila junto a la burra de la muerte.
En fin: el muerto al hoyo, el vivo al bollo, y Cristina Rodero... a todas partes.