Las imágenes que están llegando en estos últimos días desde Venezuela encogen el corazón.

Comandos chavistas patrullando por las calles y buscando, casa por casa, a los testigos de mesa.

Manifestantes pacíficos, aterrados, tirándose al suelo por los disparos que escuchan a su alrededor.

Un hombre llorando y gritando "lo mataron, lo mataron".

Una mujer llorando y gritando "Dios, ¿dónde estás?".

Un chaval joven, con la cara medio ensangrentada, vociferando con los brazos en alto: "hasta el final".

Detenidos tras las protestas contra Maduro.

Detenidos tras las protestas contra Maduro. Reuters

Vasili Grossman escribió en Vida y destino que "el totalitarismo no puede renunciar a la violencia. Si lo hiciera, perecería. La eterna, ininterrumpida violencia, directa o enmascarada, es la base del totalitarismo".

Y este caso no es una excepción. Se trata de una violencia implantada a través del miedo, de la sospecha, de la carestía, de la persecución.

Me fijo en las caras de las personas que aparecen en los vídeos. En los manifestantes que andan las calles de Caracas, Maracaibo, Valencia. Veo muchas caras jóvenes, chicos en la veintena, algunos incluso adolescentes, que no saben lo que es vivir en democracia y que, precisamente por eso, caminan esas calles. Porque lo que les ha tocado vivir es peor que cualquier otra posible alternativa. Como se lee en el cartel de un joven, "nos quitaron tanto, que terminaron por quitarnos el miedo".

Los venezolanos han pasado hambre, mucha hambre. Han hecho colas de días para poder repostar el coche. Han tenido por habitual ducharse con cubos de agua, porque el agua corriente y la electricidad son muchos días de la semana una fantasía.

Han visto cómo señoras se peleaban por un litro de leche en los pasillos del supermercado. Han tenido que quedarse en casa, sin poder ir a trabajar, porque están en plena menstruación sin poder comprar compresas en los supermercados. Unos supermercados en los que, para qué negarlo, no hay casi de nada.

Esta realidad, tan cruda, tan amarga, no es la que se vive en barrios marginales, abandonados, alejados de la mirada de la mayoría. Esta realidad es la que se lleva viviendo desde hace años en todas las ciudades de un país rico que, por los delirios ideológicos de unos líderes ineptos, fue empujado al precipicio de la miseria.

"A mí me hubiese gustado vivir en la Venezuela de mis abuelos", me comentó hace unos días una conocida venezolana que tuvo que dejar su país en 2016, con 24 años. Una entre los casi ocho millones de emigrantes que no vieron otra alternativa que huir de unas condiciones que no son vida. No quiere volver y vivir como lo tenía que hacer allí.

Cómo acostumbrarte otra vez a ir con cubos de agua para ducharte, a tener racionamientos de comida, a la corrupción e inseguridad de las calles.

Cómo acostumbrarte de nuevo a no tener libertad.

Por eso me resulta tan llamativa la postura de nuestros políticos de izquierdas, que cabalgan contradicciones como si fuese un deporte olímpico. Irene Montero, por ejemplo, publicó en su cuenta de X que "El pueblo venezolano ha elegido a Nicolás Maduro como Presidente. Comunidad internacional y observadores internacionales deben garantizar respeto a resultados por todas las partes dentro y fuera del país. La derecha debe entender que la democracia se respeta también cuando pierde".

Hicieron falta varias lecturas para confirmar que no era una alucinación inducida por el calor lo que estaba leyendo. También el Bloque Nacional Galego ha dado su enhorabuena a Maduro y Yolanda Díaz ha pedido transparencia, pero, a la vez, respeta los resultados de unas elecciones democráticas.

Y yo sólo consigo pensar que es profundamente ruin que una ideología, unas ideas teóricas alicatadas en el cerebro por un flujo constante de propaganda comunista, impidan ver la realidad y las condiciones en las que viven la mayoría de los venezolanos bajo el chavismo. Se trata de un sectarismo atroz, repugnante, que deja de lado cualquier sospecha de pensamiento crítico y análisis medianamente profundo, para atrincherarse con uñas y dientes en ese "este es de mi bando, le apoyo".

No hay justificación posible para el atraco, literalmente a mano armada, que se está llevando a cabo en contra de la libertad y la democracia en Venezuela. No la hay.

Lo que está pasando allí no es una guerra entre izquierda y derecha. Es una lucha entre el totalitarismo y la libertad. Y, en ella, sólo hay una postura admisible. Sólo hay una postura que no te convierte en cómplice.