Se ha abusado mucho en prensa de la metáfora mesiánica al hablar de Carles Puigdemont. Pero la analogía cobra un especial sentido a la luz del anuncio del regreso del Molt Honorable a España, previsto para esta semana, según adelantó en su epístola a los catalanes este sábado (¡qué afición de los políticos contemporáneos a la correspondencia!).

Puigdemont lleva tiempo urdiendo la escenografía para su retorno glorioso a la tierra prometida tras siete años huido de la Justicia. Se especuló que podría consumarla como golpe de efecto durante la campaña del 12-M, aunque parece que entonces aún no se había cumplido lo que estaba escrito.

No ha sido hasta que no ha conseguido evitar el acuerdo de investidura entre PSC y ERC que el ex president se ha decidido a realizar su promesa de volver para asistir al debate de investidura. Ha tenido que atesorar una buena ristra de fracasos antes de llegar a este punto: no logró ganar las elecciones autonómicas, ni hacerse acreedor de la amnistía antes de los comicios, ni boicotear el entendimiento entre Illa y Rovira.

Carles Puigdemont, el pasado viernes, durante el acto de cierre de campaña de Junts en Elna (Francia).

Carles Puigdemont, el pasado viernes, durante el acto de cierre de campaña de Junts en Elna (Francia). EFE

Tras el revés del Supremo, que no considera amnistiables sus delitos de malversación, el plan ha dejado de ser volver a Cataluña resucitado gracias a la amnistía, y ha pasado a ser venir a morir, a entregarse como víctima pascual.

El anuncio solemne de su pasión viene incluido en su misiva: "El retorno me puede comportar la detención y el ingreso en prisión, que sé que será cuestión de tiempo. Si salen, imagino lo que me espera y sé lo que debo hacer".

Es el candidato socialista quien detenta el nombre de Salvador, pero Puigdemont está decidido a usurpar el título. Para ello, entrará en Barcelona sólo para ser capturado poco después, como lo hiciera Jesús en Jerusalén. La dramaturgia sería perfecta si reemplazara el maletero del coche en el que se dice que huyó de España en 2017 por el borrico de la entrada triunfal de Cristo al lugar donde sería inmolado en desagravio de todos los gentiles.

Los espíritus malintencionados alegarán que reventar la votación del nuevo president es el último recurso desesperado de un histrión impenitente, la traca final para evitar el ridículo completo.

Pero la "trascendencia histórica" que le atribuye el prófugo a su viaje habla de la comprensión redentora que tiene de su propia misión, sin que quepa descartar de buenas a primeras que no esté imbuido realmente de estas quimeras grandilocuentes.

¿No tiene algo de genuinamente ibérico este furor con una causa quijotesca, aunque lo albergue quien ha consagrado su vida a la desmembración de España? Para quienes manejamos una idea menos reduccionista de las Españas, resulta inevitable que Puigdemont inspire una cierta simpatía, aunque sólo sea por su entrañable empecinamiento en escapar de su destino en lo universal, algo que no hace sino refrendarlo.

Mauricio Wiesenthal localizó la seña distintiva de lo hispano en la falta de cordura que es la vehementia cordis, el ímpetu tempestuoso, el furor inspirado por una vocación idealista. Este párrafo se diría escrito expresamente para Puigdemont:

"La hispanibundia es la energía vibrante que produce el español al vivir, ya se crea o no español, lo acepte o no lo acepte; ya se encuentre en el exilio forzado o pretenda ser extranjero en su patria y extraño a los suyos. La hispanibundia no es un rasgo premeditado, sino una expresión irreprimible de la condición de español, que se hereda más por pertenecer a una patria que por formar parte de una nación. Hasta el punto de que todos los pueblos de España—por muy atinados y sensatos que pretendan ser—se vuelven hispanibundos en cuanto se les toca el delirio quijotesco de sus bandos, la tarasca de sus localismos o el asunto descomunal de sus caballerías".