"Cuando Franco murió, el desconcierto fue grande. No había costumbre".
La cita de Julio Cerón, que recuerda a menudo Miguel Ángel Aguilar, viene a la cabeza en estos días en los que se aprecia movimiento en el Partido Socialista. En efecto, falta costumbre.
La segunda venida de Pedro Sánchez en 2017 logró uno de sus objetivos primordiales: construir una formación a imagen y semejanza de su secretario general. Se quería así impedir que fuera su propio aparato el que lo expulsara otra vez, como había sucedido en el final abrupto de la primera etapa.
Siete años son suficientes para amoldarse. La contestación interna, santo y seña del PSOE hasta en tiempos de mayorías absolutas, había quedado completamente olvidada en el día a día de Ferraz.
No sería por falta de oportunidades. Pero cada giro de guion imposible y cada promesa incumplida llevaban consigo una mayor cuota de poder para el PSOE. De ahí que los dirigentes territoriales hayan tendido, ellos también, a hacer de la necesidad, virtud. Aunque cada gotita en el vaso fuese dificultando la maniobra de sonreír para tranquilizar al personal con gestos de "aquí no ha pasado nada".
Lo han dicho bien las crónicas políticas de estas últimas fechas. El acuerdo disparatado alcanzado entre el PSC y ERC, que permite al partido desalojado del gobierno catalán imponer su programa de máximos a la teórica alternativa, ha puesto encima de la mesa la ambivalencia del ciclo electoral de 2023.
El PSOE consiguió retener el poder central contra todo pronóstico. Y eso pareció taponar mal que bien la herida de haberse quedado en las raspas autonómicas y municipales dos meses antes.
Pero la tirita ya no da más de sí y la cicatriz no tiene buena pinta. Los pocos que aún gobiernan su territorio y los muchos que aspiran a hacerlo algún día han empezado a decir "basta" con distintos grados de intensidad. Apelan a principios nobles que no discutiremos. Aunque sabemos lo que hay detrás. El pánico al momento en que haya que pedir el voto en Badajoz, Campo de Criptana, Fuenlabrada, Palencia o Luarca.
El elefante en la habitación es muy difícil de obviar en la conversación cuando empieza a hacer de vientre. En el PSOE ya no pueden mirar para otro lado: su secretario general dirige todo el partido hacia el fin único de su permanencia en Moncloa. Como en Cataluña depende a la vez de los diputados que tienen en el Congreso PSC, Esquerra y Junts, tenía que optar por el mal menor que dejara un número más reducido de agraviados.
Algo así como dos partidos en uno, condenado a la irrelevancia periférica para seguir ostentando el gobierno de España. Aquí el líder regional de turno tiene que inmolar sus aspiraciones. Por eso se ha formado la grieta.
El gran interrogante es cómo lidiará Sánchez con esto. El dardo que le lanzó el otro día a Emiliano García-Page puede darnos una pista. No es la primera vez que un presidente del Gobierno tiene tiranteces con un jefe autonómico de su mismo partido. Pero nos cuesta encontrar antecedentes a ese grado de acritud en la invectiva. Sonó a primer aviso.
De modo que no podemos descartar que él y los otros dirigentes disconformes (alguno hasta ahora de estricta observancia sanchista) sigan el mismo camino que la oposición, los jueces, los medios de comunicación y todo aquel que haya osado dudar: ser arrojados extramuros de la democracia.
Sánchez es capaz de escindirse y plantear una batalla por las siglas como la de los años setenta si lo considerase necesario.
Lanzar desafíos es fácil. Lo complicado es mantener los pulsos. Ahí radica el gran interés de este en pie en pared que sólo el tiempo dirá si se queda en amago o marca un antes y un después.
Cuca Gamarra suena a Javier Krahe cuando niega una por una las palabras que forman las siglas del PSOE. Pero, hoy por hoy, parece que sí hay Partido.
Será cuestión de acostumbrarse.