Ahora que el Gobierno se propone perseguir los delitos de odio en internet, no estaría de más que se asomara a los vomitorios de bilis del lado izquierdo de la trinchera. De lo contrario, parecería que a la Fiscalía sólo le preocupan los denuestos dirigidos a los colectivos que conforman su particular pantone identitario, mientras que existiría una suerte de salvoconducto progresista para la violencia verbal contra todos los no desfavorecidos.

Asombra la profusión de inquina cerval que reciben por parte de cierta izquierda todos los categorizados como pijos. Un clip promocional de Las Ventas con jóvenes emperifollados, las imágenes de la boda del alcalde de Madrid, una foto inocente de una niña bien compartiendo sus vacaciones o un vídeo simpático de algún guateque de chavales bailando Taburete se convierten en diana de una antipatía africana verdaderamente pasmosa.

Circula también estos días por las redes sociales una corriente de paletismo revanchista que exige, en un lenguaje que hace palidecer el nativismo xenófobo de la ultraderecha más supremacista, la expulsión de los madrileños que eligen la periferia como lugar de veraneo, subsumidos todos ellos en la vilipendiada figura del cayetano.

Y es que pareciera que esta condición otorga una bula para la vesania. Si uno es adinerado, no le corresponde ser acreedor del atento cuidado del progresismo por el ciberacoso y la salud mental. Los ricos no lloran, así que hay vía libre para llegar incluso a hacer escarnio de su apariencia física con epítetos vitriólicos que jamás le habrían dedicado a cualquier otra persona.

En una sociedad devenida campo de batalla, la lucha de clases deja de ser una categoría descriptiva para erigirse en un ideal regulativo. 

Se aprecia en este imperio de la fealdad que corroe todo el edificio civilizatorio. Si antes la izquierda pretendía universalizar lo que sólo estaba al alcance de los privilegiados, hoy rechaza ese ideal justamente por su carácter elitista. Y así la indumentaria, los modales, el lenguaje y hasta la ortografía se convierten en marcadores del orgullo de clase, que es tanto como trocar herramientas de dignificación en fetiches de la indigencia.

Parafraseando a G. K. Chesterton, se diría que la nueva izquierda ya no pretende que todo el mundo sea como el duque de Norfolk, sino únicamente que el duque de Norfolk sea como todo el mundo. La condición de proletario queda nimbada de dignidad, y lo que procede es refocilarse en la miseria. Así se entiende también la querencia de la nueva izquierda por causas tercermundistas como las del Sáhara o la de Palestina.

Los anhelos de una vida pequeñoburguesa suponen una traición para los espíritus abismados por la ultrapolitización. En los últimos años se ha extendido esta condena de lo aspiracional más allá del ámbito económico, y ha quedado anatemizado lo que Enrique García-Máiquez ha llamado "hidalguía de espíritu", que es la "voluntad personal de alcanzar la máxima altura de cada uno". 

Porque lo que tienen en común todos los repudiados "por pijos" es que, por lo general, conservan formas de vida más ordenadas que las derrumbadas biografías de quienes se ensañan con ellos. Una en la que están presentes el culto religioso, las prácticas de esparcimiento tradicionales y un temperamento disfrutón que ofende a quienes ven en todo gesto de felicidad un motivo de injusticia.

Al fin y al cabo, son los pobres los que, al disponer de un menor capital cultural, están más expuestos a la devastación espiritual de la propuesta antropológica moderna. Aunque es innegable que hay no pocos nuevos ricos que reproducen los modos vulgares reinantes en nuestra sociedad, por lo general son los menos pudientes quienes más sufren las afecciones del hombre-masa contemporáneo.

Lo insólito es que, lejos de intentar emular costumbres edificantes cuyo ejercicio no requiere de la pertenencia a un linaje acaudalado, el progresista actual abraza el adocenamiento al que, en ausencia de una vigilancia de inspiración aristocrática, nos condena la cultura moderna.

Quien mejor ha analizado esta deriva es el filósofo Juan Bautista Fuentes, al argumentar que la agonía de nuestra civilización se explica por el abandono de lo que la definió: el "esfuerzo por actualizar las mejores posibilidades morales de la condición humana".

Las transformaciones socioeconómicas e ideológicas de los últimos cinco siglos, al haber diluido en las conciencias la doctrina católica de la caída y el pecado original, han materializado una "cultura del ahorro de esfuerzo moral". En las sociedades desarrolladas se abjura de la aspiración al perfeccionamiento, y los individuos se regodean en su propia vileza.

Pocas cosas explican mejor las neurosis ideológicas de nuestro tiempo que la deformación de la idea de culpa cristiana, apreciable en la mala conciencia que acompaña las demandas representativas del pensamiento woke. Los sujetos de las sociedades del bienestar sienten un profundo malestar anímico, fruto de la renuncia a ese ideal de excelencia. Con el añadido de que, bajo esta atmósfera conformista y nihilista, ya no existe la posibilidad de la redención.

Los individuos se ven así esclavizados por esta conciencia miserable y culpable sin posibilidad de perdón. Y no otra es la génesis del resentimiento que los haters vuelcan contra los "pijos". Como argumenta Fuentes, el desprecio que sienten hacia sí mismos se sublima en el desprecio a los demás, es "canalizado y reconducido de un modo resentido" en forma de envidia.

Al final, las marejadas tuiteras contra quienes encarnan lo bonito y lo bueno no son más que "la venganza de los más 'lisiados' por su propia condición 'lisiada' contra todos aquellos secretamente envidiados que no hayan caído en su propia condición". Pero esta venganza "necesita disfrazarse de la pretensión filantrópica de lograr la 'mejora de la humanidad', cuando lo que objetivamente busca es acabar definitivamente con lo mejor que aún pueda quedar de ella".

He ahí por qué odiar a un mena merece reproche moral y hasta penal, pero no así odiar a un rico.