Asombra el afán de la política británica por parecerse a Love Actually. El nuevo primer ministro, Keir Starmer, ha retirado el retrato de su predecesora Margaret Thatcher del lugar que ocupaba en el diez de Downing Street. Su biógrafo dice que le parecía "inquietante".
Imposible no acordarse de Hugh Grant desahogando en voz alta sus cuitas amorosas delante de otro cuadro de ella. ("¿Tú tenías estos problemas? Oh, seguro que sí, picarona descarada").
La noticia se desinfla conforme se profundiza en sus detalles. Los portavoces gubernamentales ya han aclarado que el retrato de la Dama de Hierro seguirá colgando de la residencia oficial del jefe del Ejecutivo, pero que lo hará en otra estancia. Bueno.
La historia tenía prólogo. El ala más intransigente del laborismo había torcido el morro cuando Starmer elogió el legado de Thatcher hace unos meses, todavía en su rol de oposición.
La prensa británica ha estado lejos de tomárselo como una anécdota. Temen que sea síntoma de un grado de polarización del que sea difícil volver.
Al margen de las polémicas que suelen rodearlos (derivadas fundamentalmente de lo que cuestan a las arcas públicas), los retratos oficiales presentan como ventaja su condición de espacio de tregua en la refriega cotidiana. Es bastante frecuente que toque inaugurarlo a un sucesor del otro partido.
Este de Thatcher, sin ir más lejos, se colgó en tiempos de Gordon Brown. Se permiten las risas y los comentarios relajados entre representantes de formaciones enfrentadas. Algo así como la "cara B" del traspaso de la cartera.
Starmer tenía que haber sido más discreto y evitar que se filtrara cualquier gesto que pudiera interpretarse como un menosprecio. No había por qué contrarrestar las loas antiguas. Son ganas de tirarse piedras al tejado. Algún día otra persona tendrá que trabajar por el bien del Reino Unido bajo su mirada mejor o peor plasmada por el artista de turno.
Semejante descuido en las formas causa una desazón especial al provenir del país de la pompa y circunstancia. El mensaje se habrá lanzado de manera más o menos consciente. Pero es un misil contra los cimientos de la institucionalidad más básica. Un candidato puede arremeter contra el legado de los que precedieron. Aunque estén muertos. Un primer ministro no.
Observo que hay mucha gente indignada o sorprendida por ver a Javier Sardá junto al líder de la derecha reaccionaria del PP, Feijoó, dándose el lote en una gran mariscada.
— Antonio. (@anvila16) August 31, 2024
Señores, este Sardá siempre fue un "felipista" del PSOE.
Ninguna sorpresa. pic.twitter.com/x8yKZQbC8A
Aquí en España, el presidente del Partido Popular ha compartido hace unos días mesa con un grupo de personas. Entre ellos se encontraba el comunicador Xavier Sardá, una de las bestias negras mediáticas de esa formación durante sus años de mayor esplendor en las madrugadas televisivas.
Asusta leer algunos de los comentarios al respecto. No entienden que dos personas que piensan distinto puedan comer juntas. La pureza izquierdista de Sardá se pone en entredicho. Hasta le sacan a relucir a la difunta hermana.
Quizá ese pensamiento sectario y mezquino haya existido siempre. Pero no puede dejar de preocupar que ahora exista el caldo de cultivo necesario para que ya no produzca vergüenza verbalizarlo en público.
Ni un elogio al adversario ni una ración de pulpo con el diferente.
Eso sí que resulta inquietante.