En provincias lejanas como la nuestra tendemos a contemplar las campañas electorales estadounidenses con una actitud que oscila entre la diversión de un estreno de Netflix y el pavor de una invasión aérea. Estados Unidos es eso que estamos acostumbrados a entender a través de sus industrias culturales, una gigantesca hiperrealidad al tiempo remotísima y más crucial que nuestras zozobras políticas locales

Y lo cierto es que, desde que el Partido Demócrata decidió rendirse a la evidencia biológica y dimitir a Joe Biden para sobrevivir, a la campaña no le está faltando detalle. Y entre esos detalles, la épica del retorno de Donald Trump y la de la cruzada para contener su influjo derechista por todo el orbe a cargo de una Kamala Harris que aguardaba, eclipsada, su momento.

Súmese a esto el intento de asesinato del trece de julio, y luego el del 15 de septiembre, y lo que queda es un torpe espectáculo de polarización, que es como agonizan las sociedades cada vez menos opulentas.

Fotografía cedida por el gobierno de El Salvador del empresario Elon Musk reunido con el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, en Texas.

Fotografía cedida por el gobierno de El Salvador del empresario Elon Musk reunido con el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, en Texas. Reuters

Y en estas, la irrupción estelar de dos figuras que, según señalan algunos medios podrían decantar la victoria de un candidato u otro. 

Elon Musk, en el equipo del expresidente, cuya cuenta rehabilitó al hacerse con los mandos de Twitter.

Taylor Swift, en el de la candidata demócrata (que es, para muchos, el de la democracia misma y el lado bueno de la Historia). 

Pese a los intentos de algunos detractores de Musk de convencernos, a estas alturas, de la independencia de las campañas americanas respecto del dinero y el famoseo (y, por tanto, de la necesidad de que se calle para que el pueblo delibere tranquilo), estas intervenciones no tienen nada de nuevo. Salvo que estamos más tensos.

Ya hemos asistido a defensas de magnates y artistas de la candidatura de Trump, y si preguntamos aleatoriamente a casi cualquier figura del mundo cultural o académico americano, se apresurará a poner sus esperanzas en el triunfo de Kamala.

Esta es, tal vez, la clave. Que una artista como Taylor Swift apoye a la candidata demócrata se sigue inexorablemente de los requisitos de respetabilidad que rigen su gremio.

Apoyar a Trump, en cambio, es visto como un afán propio de excéntricos dementes, así que hay que temer a un tipo que, además, rige los destinos algorítmicos de una región nada desdeñable del mundo y que da (no se puede negar) algún signo de serlo.

Musk conjura todos los rasgos para oficiar de malo perfecto. Lo mismo vuela un cohete que se toma un mate con Milei o le entrega un premio a Meloni.

Taylor Swift es, en cambio, correctísima, inimputable, moderna y de los nuestros. Nos evoca buenas maneras e inagotables filas de adolescentes exaltadas.

No digo que Musk no tenga poder (aunque no tengo claro que un artista top ventas no tenga ninguno), o que Swift no cuente con detractores. No estoy dispuesto a que la villanía de algunos de los detractores del magnate me arrastren a tenerlo por héroe o víctima, ni a moderar una cierta antipatía. 

Estoy dispuesto a reconocer que ambos participan de semejantes dinámicas propias de élites desnortadas, y estoy al tanto de que se podría hablar largo y tendido sobre lo que todo esto dice de las nuevas formas de prescripción política, entre otras conversaciones demasiado interesadas para no ser desagradables.

Nada de esto explica el porqué de las incesantes alarmas por el apoyo de Musk a Trump: los tuiteros afónicos de exclamar que nos le dejan expresarse, las gráficas que indican que los usuarios progresistas salen en tromba de la red social, los expertos (en Dios sabe qué) que nos advierten de que Musk es un cantamañanas.

Algo que, como es típico en estas operaciones del resentimiento, es compatible con considerarle un genio del mal

Detrás de esta asimetría late eso que los cursis llaman "hegemonía" y nosotros legitimidad. El espacio público, como el algoritmo, no es neutral. Algo hay en los vituperios al magnate tecnológico del pluralismo bizco del progresismo aún imperante, y cada vez más dispuesto a asaltar los últimos resortes de dominio que se le escapan, que acota las opciones a ser progresista o a parecerlo

Extramuros, moran los peligrosos estrafalarios. Soberano es el que decide quién nos parece un cantamañanas y quién tiene derecho a serlo.