Julián Muñoz será uno de los últimos delincuentes que nos haga sonreír. Un hijo sano de una ética antigua, escabrosa, imprudente.
Fue una época gloriosa y criminal. Se fumaba en las gasolineras, La raja de tu falda sonaba en la radio, Jesús Gil se rodeaba en los jacuzzi de prostitutas a las que llamaba "señoritas" y les compraba un puñado de Harley Davidson a sus polis para que fueran los más chulos de España.
Era un mundo de neones desternillante y enfermo. Todo dios era un pirómano a su manera. Fuimos ese país encantador de moral laxa en el que quien no robaba era porque no tenía acceso a hacerlo. Ya es hora de reconocer a viva voz que hasta hace dos días nuestra filosofía era el pillaje. Para nuestra deshonra, fuimos mucho más de El Lazarillo de Tormes que de El Quijote. Nunca hemos escrito santos. No es nuestro estilo.
Aquí jamás calaron los valores republicanos. Aquí jamás se celebró la transparencia.
Fue culpa de todos (de una connivencia silenciosa y cómica donde los malos eran los chicos más carismáticos de la península), pero de unos más que de otros.
El folclore nos arrasó de lo lindo. Pareció durante décadas que si no eras obsceno, que si no fardabas, que si no eras un buscavidas y un maleante y un aficionado a los bujíos donde se resuelven los tratos sucios, sencillamente eras un perdedor, alguien de mentalidad estrecha y cursi.
Aquí podías serlo todo mientras tuvieses gracia.
Por la puñetera gracia lo hemos perdonado todo.
Para hacer tortilla hay que romper algunos huevos, y viva la Blanca Paloma y la virgen del Rocío y tonto el último. Siempre hay una víctima, así que procura no ser tú.
En ese contexto floreció Julián Muñoz, otro simpático antihéroe, otro rey caído de la rapiña. Un tipo que apostaba fuerte siempre, tuviera lo que tuviese entre manos. Cuando era camarero también lo hacía. La cara de jugador es una cosa que a uno no se le quita en la vida. En una barra conoció al primer amor de su vida, que era rubia y pizpireta y movía a la vez el escote y las pestañas. Hacía unos macarrones con chorizo al horno que daba gusto verlos. Fue la cocinera más guapa de Andalucía en los negocios disparatados que iban montando.
¿Y él?
Él, una lengua privilegiada. Piquito de oro, cantamañanas profesional, zalamero, correveidile histórico. Otro circo andante de pelo en pecho, carne fresca de karaoke, insaciable y torpe, como manda la tradición. Quién va a volver a tocar como él las teclas de nuestra vieja idiosincrasia.
Julián Muñoz no tenía ideología. Su ideología era el placer y el dinero, las tardes largas al sol de Marbella, los cubatas y el amor. Entró en el PSOE pero como quien entra al after, un poco por hacer algo.
Luego se enganchó a Gil, hormita envenenada de su zapato, que te contaba la película en tres frases: "Yo soy el mayor demócrata de este país, aunque no te lo parezca. Me ponen fama de dictador. Yo a las 9:00 soy comunista; a las 10:00, socialista; y a las 11:00, de derechas. Porque ejerzo. El comunista crea puestos de trabajo. El comunista ¿qué quiere? Que los obreros tengan dinero y darles viviendas gratis, como yo les doy. No quiero presumir de nada. El pueblo es insolidario. El pueblo es ingrato".
¿Qué decir de ellos? Son estrellas fugaces que nos recuerdan que la Marca España existe, como dice mi amiga Leo.
La copla se escribe sola, siempre se escribió sola. Si tu mejor amigo es Gil y tu amante es la Pantoja, digamos que tampoco te vas a poner tú a hacer punto. Algún interés compartiríais. En ese momento, si eras de los muchachos de la crema y viajabas a Las Vegas y no te gastabas más de un millón de pesetas, es que eras "un piojoso". La misoginia patria acusa a Isabel de haber embrujado a Julián. Lo típico, siempre nuestro puntito de realismo mágico contra alguna hechicera sexual o femme fatale.
El resto es historia. La pasión, los cuernos, los miuras, las malas junteras que te prometen hacerte rico, las bolsas de basura llenas de fajos de billetes, el exceso, las arenas de El Rocío, las nochecitas alegres, las mañanitas tristes, la sensación de impunidad, el "dientes, dientes, que es lo que les jode", la avaricia quebrándolo todo, una casa derribada que una vez se llamó Mi Gitana, una familia desmembrada, cárceles, despechos, gafas de sol, farándula, ruina y sangre.
El más triunfador acaba amalayado. Acaba roído y grisáceo y con un permiso penitenciario por enfermedad, hasta que le pillan bailando sevillanas con una amiga rubia que compartía celda con su rubia primera, Mayte la de los ojitos claros, la mujer herida que reventó una forma de entender España. Si es que la cabra tira al monte.
No está mal, al cabo. Muñoz se ha ido del barrio, como él mismo dijo, "y después de la vida que he tenido, rodeado por toda mi familia, sintiéndome muy querido". Eso nos lo merecemos todos, ¿o no?
Me recuerda a aquel poema de Benedetti: "Estoy jodido y radiante. Quizás más lo primero que lo segundo, y también viceversa".
Julián Muñoz, ¿cómo se dirá eso en inglés? Un personaje inexplicable sin su lengua y sin su tierra. España pura, de arriba abajo. De Despeñaperros para arriba se le entiende distinto. En la frontera con Francia, ya nadie puede captar el caos y la incorrección casi obsoleta que aún representa.
Nosotros, los niños de hoy, quizás tampoco.
Hemos cambiado. Y menos mal. Bastante duró la fiesta.