Hubiera preferido que me sacrificaran en Cibeles antes que ver la última obra de la Liddell, nuestro arcángel caído, nuestra niña exterminadora de casi sesenta. De El funeral de Bergman, en Teatros del Canal, sales como si te hubiera arrollado un camión y encima tuvieses que recoger el bolso del suelo, aunar el móvil, el tabaco, las llaves, el pintalabios y la cartera, guardar la navaja y seguir caminando sonriendo y sin piernas, porque eso es lo que se espera del ser humano sádicamente funcional que ya no eres, que en realidad nunca fuiste.
Angélica habla sobre el gran misterio que bordeamos como una sucia sopa caliente: la muerte. Angélica revienta el misterio y sale pus.
A ella esto le obsesiona. La enferma. Sabe que poco importa cuánto se lave los genitales en escena con un barreño, como hace aquí, sabe que da igual cuánto nos enseñe el coño húmedo, como demostrando pureza: está manchada de muerte.
Yo también. Soy su neurótica gemela en esto. Soy carne de cañón. Soy un pingajo. Estoy descosida, roída entera por la pregunta de cuándo me voy a morir (ella responde "siempre, siempre", y te acaricia la cabeza como a un perro loco), de cómo me voy a morir, de cómo van a hacerlo los que yo amo, ojalá que lo hagan después de mí, ojalá que se salven y claudique yo antes y no me echen tanto de menos porque no fui tan buena.
Lo he pasado bien, lo he pasado mal, lo he tenido todo, puedo irme, prefiero irme yo y darles mis años azules y rabiosos, puedo prestárselos para que vivan más.
Pero no puedo verles morir, no puedo.
No aguanto fingir tranquilidad al respecto, no aguanto tener que vestirme y comer y trabajar y dormir y bailar y maquillarme y hablar de política y respetar los semáforos como si esto no estuviese sucediendo a cada rato. Me siento actuando tantas veces. Soy una farsante. Quiero parecer una muchacha confiada y relajada, quiero ser liviana y no puedo, quiero ser cínica y ser frívola, pero no tengo otra tarea real que no sea la de masticar mis pensamientos negros como cristales y tornillos y dientes de otros muertos.
¿Qué comen los lobos? ¿Qué come Angélica Liddell? Me come a mí. Al final yo también estoy un poco muerta. Pienso en la muerte todos los días en goteo ácido de segundos. Es como tener pestañas dentro de los ojos.
La Liddell boxea en las tablas con preguntas que recuerdo regular y modifico en mi memoria. Cuándo te convertiste en el más aburrido de la fiesta. A quién traicionarás antes: al amigo que tienes sentado a la derecha o a la izquierda. Cuál de ellos te va a traicionar antes a ti. Por qué estáis todos tan obsesionados con la erección. Por qué las mujeres sólo se sienten del todo plenas cuando provocan una erección. Por qué tenemos en la cabeza todo eso (ese falo como un cetro, esa movida, ese asta que no pinta nada, esa banderilla clavada en el toro) si nos vamos a morir, si ya nos estamos muriendo, si somos excrementos y sangre y la vida nos mutila a cada rato.
A quién le hemos deseado la muerte. De qué forma será nuestra culpa cuando mueran. Qué cara pondremos cuando nuestros padres agonicen frente a nuestros ojos. Qué haremos cuando seamos tan viejos y repugnantes que nadie quiera pasar un solo día con nosotros. Qué haremos, tan dementes y sin sentido. Qué haremos sin dignidad y sin memoria y con asco.
Qué haremos qué haremos qué haremos cuando ya lo hayamos perdido todo, que era tan poco.
Angélica es aterradora, es insistente, es vengativa. Sé que ella piensa que lo que educa es la crueldad y no la esperanza. Es posible que sea cierto. Cuando pone algo de música y encuentro un resquicio de alegría, me siento un topo de feria. Saco la cabeza y enseguida me la golpea con un mazo. Puntos en el marcador. Yo vuelvo adentro. Me hundo en el sillón del teatro en posición fetal.
Escucharla es como ser niño y que sea de noche.
Estamos muy solos para siempre o hasta que se haga de día.
A mí me da igual que desnude a los ancianos y que calce en escena a un enano y un baile demoníaco de sillas de ruedas y que masturbe al hombre que hace de Papa y que grite y llore y se ría de mí con su risa de motosierra, a mí no me desagradan sus imágenes pretendidamente molestas, a mí Angélica me destroza con su palabra.
No hay nadie más radical que ella. Es una asesina. Es mesiánica. Es una terrorista. Es una viciosa. Es una santa. Genera violencia y perdón, aunque el perdón tarde unos días. Cómo no va a hacerlo, si al final todo es estético. Todo es poesía criminal para chicos flojos. Tendríamos que ser más largos, tendríamos que ser menos literales, tendríamos que ser más piadosos, tendríamos que amar los Cristos de los cuadros de El Prado.
Yo a Angélica la admiro y siento que es necesaria y dolorosa como una terapia de exposición. A mí me dan miedo los perros y verla fue como meterme en una habitación con quince canes oliéndome y subiéndose en mis faldas. Estuve secuestrada dos horas, me doblegué. La odié, claro, pero no más de lo que me odio a mí ni de lo que ella se odia a sí misma. Pensé que había que estar muy rota para volcar sobre los demás tanta amargura insoportable. Pensé que era egoísta.
Luego pensé que era extremadamente generosa por mostrarse tan miserable y pequeña y fea y débil e incomprendida, pero qué brillante y gigantesca y bella e invencible es, y cuánto la entiendo. Su lucidez es un escupitajo en la cara. Menos mal que ofende. Si no no sabríamos que estamos vivos. A los muertos ya no les importa nada.
Angélica Liddell se encarga de lo eterno. Alguien tiene que hacer ese trabajo. "Todo lo que fue rabioso en su día lo sigue siendo ahora". Lo contemporáneo no existe: sólo lo inmutable. Ella es la gran destructora del Estado de derecho. Ella tira todas las bases de lo que conocimos y creímos y nos hace pensar diferente, nos despoja de todas las capas, nos hace replantear cada inercia, cada obligación social.
Momentáneamente no tenemos despertador ni novio ni padres ni oficio ni ropa ni vergüenza ni servidumbres. No debemos nada. Tampoco tenemos garantías.
Estar en carne viva frente a una artista ecuménica duele bastante, pero es refrescante como despellejarse y que corra el viento. Es por ella que todo se ve como es: bajo la luz del absurdo. Todo lo construido es tan ridículo, tan pueril, tan arbitrariamente consensuado. Podríamos empezar de cero. Podríamos buscar nuevas formas de ser libres.
Ella es Pasolini. Es Rafael de Paula. Es Beckett. Es Belmonte. Ella quiere casarse con Bergman y Bergman no la quiere y eso nunca nos lo va a perdonar.
No tengo ganas de fumar. No tengo ganas de tomar una cerveza. No tengo ganas de hablar. No sé adónde ir después de esto, no hay nada que comentar, estoy incómoda en mi carne y en la ciudad y hasta en el cuerpo del hombre que adoro y mi casa no es ya mi casa.
Pero estoy agradecida y es raro.
Angélica Liddell nos ayuda a morir.