Israel ha dado un golpe de mano espectacular. En apenas quince días ha diezmado casi por completo la cúpula y cuadro de mandos de Hezbolá, incluyendo a su histórico líder, Hasán Nasralá. La gran pregunta es ¿y ahora qué?
En primer lugar, lo obvio: solo es posible conjeturar sobre escenarios. En ésta, como en cualquier crisis bélica, cada actor (Israel, Hezbolá, Irán o el resto de miembros del llamado eje de la resistencia) solo puede estar seguro de sus objetivos, sus medios y hasta dónde está dispuesto a llegar.
Pero en el cálculo de todos ellos (y en el de cualquier observador) siempre habrá un gran umbral de incertidumbre sobre las posibles respuestas de sus adversarios y el impacto de desarrollos regionales o globales imprevistos o no. Y más si se trata de un entorno tan dinámico, fluido y complejo como el del Levante y el conjunto de Oriente Medio.
Con sus acciones contra Hezbolá, Israel ha recuperado claramente la iniciativa, probablemente su confianza y ha dado un paso significativo en la reconstrucción de su capacidad de disuasión frente a sus enemigos regionales. Ese es uno de los objetivos fundamentales de su represalia contra Hamás en Gaza, probable intervención en el Líbano y ya veremos si contra su amenaza principal que sigue siendo Irán.
Con respecto al Líbano, pese al espectacular golpe contra Nasralá y el resto de mandos, Israel no ha resuelto (aún) uno de los problemas de fondo: neutralizar (o erradicar si es posible) la capacidad de Hezbolá para amenazar de forma permanente el norte de Israel.
Desde el día posterior a la invasión de Hamás el 7 de octubre del pasado año, Hezbolá ha atacado el norte de Israel casi de forma diaria. Razón por la que alrededor de sesenta mil israelíes siguen desplazados de sus hogares.
Así que con un Hezbolá descabezado e inevitablemente carcomido por las dudas y la desconfianza (lo que puede reducir notablemente su capacidad operativa), la tentación por dar un golpe más demoledor que conlleve una intervención terrestre puede resultar irresistible para Israel.
Es ese cálculo el que alimenta el temor de EEUU o la Unión Europea a esa inminente incursión israelí en el sur del Líbano, que podría acarrear también una intervención iraní o un agravamiento, por ejemplo, de la crisis en el mar Rojo si, como se viene rumoreando desde hace semanas, Rusia suministra misiles antibuque a la milicia hutí.
La probabilidad de esa incursión terrestre aumenta si se tiene en cuenta que no llevarla a cabo puede suponer que el efecto del descabezamiento de Hezbolá, pese a su espectacularidad, no sea muy duradero. Los cuadros de mando serán, más tarde o más temprano, reemplazados (y nunca cabe descartar que lo sea por individuos aún más radicales). Y, provisionalmente, es posible que oficiales de la Guardia Revolucionaria iraní jueguen un mayor papel de coordinación y mando durante este periodo de transición.
Las dudas y la desconfianza dentro de Hezbolá, empero, persistirán una larga temporada. Resulta inevitable que sus miembros se pregunten si Israel obtiene su inteligencia únicamente por medios electrónicos o si, por el contrario, disponen de ojos y oídos dentro de la organización terrorista.
También es seguro que se estarán preguntando que si Israel tiene un conocimiento tan preciso de los movimientos de todos los líderes cabe suponer, entonces, que tienen un conocimiento igualmente detallado sobre la ubicación de los arsenales, lanzaderas de misiles y cohetes y red de túneles de Hezbolá.
Si es así, ¿deben improvisar un plan de operaciones o mantener el que han ido preparado estos meses de conflicto?
Aquí conviene tener en cuenta que Gaza y el Líbano son dos entornos operativos muy distintos para la inteligencia israelí. Gaza es (era) un espacio cerrado, opaco, homogéneo y férreamente controlado por Hamas. Mientras que Beirut y el resto del Líbano son un espacio abierto, mucho más transparente y particularmente heterogéneo.
Así, por mucho que Hezbolá se haya erigido en fuerza dominante de la política libanesa, aún cuenta con muchos detractores dentro del complicado mosaico etno-político local, y eso facilita la penetración israelí. Gaza, por cierto, a diferencia del Líbano, no es competencia del Mossad.
También es importante no perder de vista que, a diferencia de a Hamás, Israel siempre ha considerado a Hezbolá como un adversario temible. Eso supone que, desde la guerra de 2006, Israel lleva estudiando y planeando una posible intervención como la que puede producirse en las próximas horas o días.
Es decir, ha dedicado muchos más recursos de inteligencia para monitorizar e infiltrar a Hezbolá que a Hamás. Evidentemente, infravalorar la capacidad y determinación de la organización palestina fue uno de los grandes errores que posibilitaron el cataclismo del 7 de octubre.
No se conoce, o solo lo pueden conocer con mayor certeza el propio Hezbolá y el alto mando israelí, el impacto sobre la capacidad operativa de la organización libanesa de los bombardeos de estos últimos días de la fuerza aérea israelí. No obstante, cabe suponer que buena parte del arsenal de alrededor de 150.000 cohetes y misiles sigue intacto.
De esta manera, pese a su descabezamiento (y el impacto que eso conlleva en una organización fuertemente jerarquizada), Hezbolá sigue pareciendo un enemigo temible con sus alrededor de 30.000 efectivos activos más una reserva de unos 20.000, muchos de ellos con experiencia de combate urbano en Siria y dispuestos a ofrecer una resistencia tenaz en su propio territorio que, en consecuencia, conocen perfectamente. Teniendo en cuenta, además, que a diferencia de lo que sucede en Gaza, pueden ser reabastecidos por vía terrestre a través de Siria.
Esos dilemas se añaden a los recuerdos traumáticos en Israel tanto de la intervención y posterior ocupación del sur del Líbano de 1982 al año 2000 como de la guerra contra Hezbolá en 2006 en la que, como mínimo, puede decirse que Israel no ganó.
No obstante, el 7 de octubre ha cambiado muchas cosas en Israel. También su pensamiento estratégico y su determinación por remodelar el equilibrio geopolítico regional. Así que una incursión que, como mínimo, busque crear una zona desmilitarizada amplia en el sur del Líbano (como ha sucedido en Gaza), empujando a los remanentes de Hezbolá al norte del río Litani, parece un escenario probable.
Hasta su retirada en el año 2000, el ejército israelí ya ocupaba la denominada “zona de seguridad” en el sur del Líbano, de la que decidieron retirarse por los costes que acarreaba (en vidas de soldados israelíes y de presión diplomática) y porque no parecía que reforzará significativamente la seguridad de Israel.
Sin embargo, en el cálculo actual, la idea es que ese objetivo dejaría, al menos de momento, Israel fuera del alcance de los drones más sencillos y cohetes de corto alcance con los que Hezbolá puede saturar la Cúpula de Hierro para abrir paso a los misiles y proyectiles más sofisticados y potentes. Sin ese efecto de saturación, Israel tendría más opciones (y tiempo) para neutralizar estos últimos, incluso en sus propias lanzaderas.
Otro dilema que debe considerar el gobierno israelí, y la principal razón por la que EEUU y la UE tratan de disuadirle de esta incursión terrestre, es la posible respuesta de Irán.
Hasta la fecha, parece evidente que Teherán tiene poco apetito por un enfrentamiento directo y ha recurrido a una suerte de “atrición asimétrica de baja intensidad y larga duración”. Es decir, someter a Israel a un estrés permanente que fuera agotando sus reservas militares, económicas, políticas, morales y diplomáticas.
En el deseo de Teherán por mantener ese marco y esa estrategia, cabe interpretar, por ejemplo, los intentos del gobierno iraní por confundir a Washington y, sobre todo, a Bruselas con propuestas estos últimos días para relanzar la negociación sobre su programa nuclear, con vistas a que presionen a Tel Aviv para que no lance esa intervención. El programa nuclear iraní, aunque haya desaparecido de los titulares, sigue siendo el gran asunto en la agenda de Israel (y del resto de Oriente Medio).
La tenacidad de los últimos golpes israelíes y su determinación desde el 7 de octubre por erradicar cualquier amenaza de grado militar en su vecindario inmediato, pueden desbaratar esta estrategia iraní de presión asimétrica e indirecta. Hasta el punto de que su denominado eje de la resistencia puede quedar desarticulado por completo si mantiene su inhibición a una intervención mayor.
Pero un enfrentamiento de esa escala entraña el riesgo más que probable de una intervención también directa de EEUU, con lo que la supervivencia del régimen de los ayatolas estaría seriamente amenazada. Y ahí sería inevitable mirar hacia Moscú (cuya alianza con Teherán se ha estrechado enormemente en los últimos meses) y Pekín. Con lo que todos los escenarios de escalada regional, incluyendo la intervención directa de las grandes potencias, resultan peligrosamente posibles.