La sorpresiva destitución del director del FBI, James Comey, confirma el deje autoritario e intempestivo del presidente de EE.UU., pero no aclara hasta dónde está dispuesto a llegar Donald Trump para desactivar a quienes lo cuestionan por muy relevantes que sean sus cargos.
El jefe de la Inteligencia estadounidense era el máximo responsable de una de las investigaciones abiertas sobre la embarazosa relación entre el espionaje ruso y el equipo de Trump. Es lógico que su despido fulminante haya disparado las alarmas -también en sus propias filas- sobre los motivos por los que el presidente reniega ahora del mismo alto cargo cuya labor aplaudió cuando investigó a Hillary Clinton.
Comparado con Nixon
La sospecha de que el comandante en jefe ha tensionado el sistema de equilibrios y contrapesos democráticos de EE.UU. con el sólo propósito de desactivar pesquisas que puedan incriminarle es clamorosa. Las comparaciones entre Trump y Nixon, que también destituyó al director del FBI cuando éste investigaba las escuchas del Watergate, no se han hecho esperar. La defenestración de Comey se produjo horas antes de que Trump se entrevistara con el embajador de Vladimir Putin, lo que acrecienta los recelos.
Las explicaciones ofrecidas por Trump y su gabinete no son convincentes. El presidente que gobierna a través de Twitter ha vuelto a valerse de la red social para aducir que James Comey no ha hecho bien su trabajo y que buscará a “alguien que devuelva el prestigio al FBI”. A expensas de conocer no ya el nombre del designado, sino qué hace el sustituto con la investigación sobre el espionaje ruso emprendida por su predecesor, el malestar con el presidente no para de crecer entre sus propios correligionarios.
Llueve sobre mojado
No es la primera vez que Trump resuelve a las bravas las dificultades que encuentra a su paso. Ha censurado y censura a la prensa crítica, ha arremetido contra los jueces que cuestionaron la legalidad de sus medidas contra la inmigración y, nada más llegar a la Casa Blanca, fulminó a la secretaria de Justicia en funciones por oponerse a su decreto de deportaciones.
El problema no es sólo que el magnate convertido en presidente caiga una y otra vez en la tentación de gobernar el país más poderoso del mundo como si fuera su empresa y despreciando la independencia de poderes, en el fondo y en las formas. El riesgo real es que el presidente más imprevisible de EE.UU. socave una de las democracias más acreditadas.