Ningún español podrá negarle a Pablo Iglesias que el final de su carrera política ha estado a la altura del personaje que con tanto ahínco se esmeró en construir durante siete años de agitación para el olvido.
No habrá sido desde luego fácil de aceptar para el líder de Podemos que haya sido precisamente Isabel Díaz Ayuso, su némesis política y personal, y cuyo desprecio por Iglesias era evidente a simple vista, la ejecutora de su jubilación forzosa.
Porque la presidenta de la Comunidad de Madrid ha aplastado a la izquierda en los 21 distritos de Madrid, incluidos aquellos que Iglesias consideraba suyos, como el de Vallecas. Un plato difícil de tragar para quien se arrogó en exclusiva la representación de los de abajo y, en especial, del cinturón rojo de Madrid.
Tampoco habrá sido fácil de digerir para Iglesias salir de la política más que doblado en escaños y votos por su eterno rival Íñigo Errejón. O la conciencia de haber perecido carbonizado por el incendio que él mismo provocó, con su irresponsabilidad habitual, durante la campaña más crispada que se recuerda en Madrid.
Que el incendiario por excelencia de la democracia española haya perecido incinerado por su propia gasolina es, más que justicia poética, unidad de destino entre revolucionario y obra. Un final a la altura del teatro de escenificaciones grotescas destinadas al consumo rápido televisivo que fue la carrera de Iglesias.
Balance paupérrimo
Pocos personajes ha habido tan dañinos para la convivencia entre españoles en la España nacida de la Transición como Pablo Iglesias.
Su balance político no podría ser más escaso. No es exagerado decir que la existencia de Podemos, un partido que difícilmente sobrevivirá a su líder, no ha mejorado la vida de un solo español. Pero sí ha polarizado y enconado el debate político hasta extremos inéditos en democracia.
Pablo Iglesias y Podemos trajeron a España los escraches argentinos, que en su país de origen se ejecutaban contra antiguos líderes de la dictadura, pero que en España se llevaron a cabo contra líderes políticos democráticos y contra cualquiera que la camarilla dirigente del partido considerara merecedora de acoso.
Basta recordar las persecuciones a Cristina Cifuentes, a Soraya Sáenz de Santamaría o a una Begoña Villacís en las últimas semanas de su embarazo, para entender qué pretendía Podemos al importar los escraches hasta un país en el que estos eran desconocidos.
A partir de ahí, no ha habido iniciativa de Podemos que no haya implicado atropellos de uno u otro tipo. Podemos ha jaleado dictaduras, ha defendido la okupación, ha atacado en las redes sociales a los discrepantes, ha señalado periodistas, ha difamado el Estado de derecho y la separación de poderes, ha insultado a los españoles y se ha coaligado con extremistas, golpistas y extremistas de toda laya y condición.
La diferencia entre Pablo Iglesias y otros agitadores de la historia de España es que, una vez conseguido su objetivo principal, el de llegar al poder, en este caso de la mano de Pedro Sánchez, no ha sabido qué hacer con él.
¿El motivo? Una mezcla de falta de capacidad profesional, esa pereza de la que siempre han hablado aquellos que han comprobado de cerca su desempeño como vicepresidente, y un desinterés oceánico por el bienestar de unos ciudadanos de los que Iglesias sólo se acordaba durante sus entrevistas en televisión.
Un futuro televisivo
Como un Berlusconi de extrema izquierda, Iglesias asaltó el Palacio de Invierno, consiguió mando en plaza en un ala entera del edificio, y dedicó sus meses como vicepresidente, poco más de un año en total, a su autopromoción personal y el visionado de series de Netflix.
Series que el líder de Podemos analizaba con un entusiasmo adolescente, aunque no especialmente perspicaz desde el punto de vista de la crítica cinematográfica, interpretándolas como si fueran descripciones verosímiles de la realidad.
Es esa incapacidad de distinguir realidad y ficción la que, entre otros factores, llevó a Iglesias a abandonar una vicepresidencia que le aburría para intentar el asalto a la Comunidad de Madrid. Probablemente imbuido de un sentimiento de salvación mesiánico difícil de distinguir, en la práctica, de una llamativa carencia de autoconciencia sobre su aceptación entre los madrileños.
Su salida de la política comportará la más que probable caída de Podemos en la irrelevancia. Porque Podemos era un partido familiar, el de los Iglesias-Montero y su cada vez más reducido círculo de fieles y amigos, como sólo lo ha sido en la España democrática la CiU de Jordi Pujol y su clan.
Quedan pendientes sus diversas cuitas con la Justicia, perdida la inmunidad que le protegía hasta hace apenas unas semanas. Le espera, muy probablemente, algún proyecto audiovisual financiado por Jaume Roures que le permita seguir ejerciendo de aquello que Iglesias nunca ha dejado de ser desde el primer día que entró en política: un simple agitador de tertulias televisivas autoerigido en líder político.