Las fiestas populares de la Mercè han sido el último pretexto del vandalismo organizado para convertir Barcelona, con la colaboración del ayuntamiento, en un infierno. Los botellones masivos del sábado, con más de 40.000 personas, dejaron las concentraciones del viernes en una broma, y las aglomeraciones ilegales (que todavía causan espanto en la etapa final de la pandemia) llegaron de la mano de actos de terrorismo callejero que sin duda tendrán un alto coste económico y mediático para la capital catalana.
Desbordada, la Guardia Urbana tuvo que lidiar con decenas de grupos violentos que atacaron instalaciones y coches policiales, que azuzaron batallas multitudinarias con un saldo de 43 heridos (13 de ellos por arma blanca) y que saquearon numerosos comercios familiares, demostrando que son organizaciones movidas por el desprecio a la autoridad y enemigas de la prosperidad social y económica.
Estos sucesos dan buena cuenta de que las administraciones, en las manos inoportunas, son capaces de degradar hasta el extremo ciudades tan seguras, cosmopolitas y a la vanguardia como Barcelona. La alcaldesa Ada Colau reconoció que existe “un problema de orden público”, pero resulta evidente que la lectura se queda bien corta ante un problema de seguridad pública que amenaza con ir a más.
Barcelona, lamentablemente, nos ha acostumbrado a estos capítulos orgiásticos de violencia y nos otorga la razón en nuestro temor de que, con el nuevo siglo, ha pasado de ser la mejor ciudad de España a una razón nacional para la zozobra. Una ciudad superada por la inseguridad y la barbarie.
Mensaje disuasorio
Barcelona vive acechada por los demonios invocados desde las instituciones. Son demasiados años de relativización del potencial destructivo de la izquierda radical y el independentismo, de una banalización constante e irresponsable de la violencia, y de la celebración desde el poder de la "desobediencia".
Ahora comenzamos a ver los resultados de esta política frívola que espolea, por acción y por omisión, una espiral perversa que ensucia la imagen de la ciudad, enturbia la convivencia ciudadana y extiende tanto la inseguridad como la sensación de inseguridad.
El golpe económico, además, amenaza con ir más allá de los daños millonarios que producen los destrozos materiales. El ejemplo del asalto a la Fira es particularmente simbólico y envía un mensaje desolador y disuasorio no sólo a los inversores extranjeros y a los protagonistas del Mobile World Congress, la mayor feria del móvil del mundo, sino a los millones de turistas que enriquecen cada año la economía de la ciudad.
Más altura
Barcelona, en fin, ya no es lo que era. Queda cada vez menos del oasis europeo que fue durante el franquismo, de la abanderada de la innovación, la cultura y la prosperidad económica que fue en los setenta y ochenta, o de la sede en el 92 de uno de los mejores Juegos Olímpicos que se recuerdan. Barcelona se ha dejado arrastrar por una decadencia que tiene la firma del nacionalismo y el populismo de todo a cien, y que contrasta con la Madrid abierta, plural y segura que ha tomado su relevo.
Las puertas al mundo que abrieron los Juegos Olímpicos son las mismas que la deriva populista cerró. Resulta desalentador comprobar en qué se ha convertido Barcelona, y resulta a todas luces intolerable que se sigan sucediendo como una costumbre los episodios de pillaje, violencia y anarquía en sus calles. Son hechos de extrema gravedad que el Ayuntamiento y la Generalitat tienen que cortar de raíz. Los ciudadanos merecen unos gobernantes con más altura que devuelvan el esplendor a la ciudad y pongan fin a este festival de la infamia.