La segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas tiene a toda Europa en vilo. En una potencia de la envergadura de Francia, la designación de un nuevo presidente es un acontecimiento de repercusión global. Pero el particular contexto geopolítico que atravesamos hoy hace que estos comicios revistan una significación aún mayor.
La inquietud de Europa ha quedado de manifiesto en episodios como la petición conjunta del voto para Emmanuel Macron por parte de los jefes de Gobierno de Alemania, Portugal y España. Los Veintisiete saben que una victoria de la ultraderechista Marine Le Pen generaría una convulsión mayúscula en el seno de la Unión Europea (UE).
Los países miembros ya se han visto afectados por el obstruccionismo de la Hungría de Viktor Orbán, auténtico hombre de Moscú en Europa. Resulta escalofriante imaginar siquiera lo que implicaría que la presidencia de la República recayese en manos de Le Pen, cuyas conexiones con el Kremlin han quedado más que acreditadas. La UE no puede permitirse dos caballos de Troya de Vladímir Putin lastrando la respuesta conjunta de Europa a la genocida campaña rusa en Ucrania.
La Unión no puede permitirse una victoria de los planteamientos xenófobos, retrógrados e iliberales de Le Pen. Tampoco puede la economía europea encajar sin graves perturbaciones las políticas proteccionistas y aislacionistas de la ultraderecha.
La banca de inversión ha hecho cálculos para pronosticar el impacto en la economía de la UE de una eventual victoria de Le Pen. El euro podría caer un 4,3%, y los planes comunitarios de transición ecológica sufrirían un duro revés, debido al negacionismo climático de la líder ultra.
La candidata populista es también partidaria de reducir la contribución de Francia al Presupuesto europeo, lo que supondría un freno a los fondos Next Generation. Además, la victoria de Le Pen traería consigo un aumento de las primas de riesgo de España e Italia.
Trasvases y desmovilización
Hay motivos para la esperanza, pero no para una tranquilidad total. Esta vez, la ultraderechista tiene muchas más opciones de ganar que en 2017, cuando se enfrentó por primera vez a Macron. Las últimas encuestas dan ganador al presidente saliente con un 51% frente a un 49% para Le Pen.
Pero esta pírrica victoria de Macron podría estar en peligro por la reagrupación de los bloques electorales en la segunda vuelta. Según un sondeo del IFOP, al menos un 23% de los votantes de Jean-Luc Mélenchon, el líder de la extrema izquierda francesa, daría su voto a Le Pen.
Y es que Mélenchon, aunque llamó a los franceses a no votar a la extrema derecha, no pidió el voto para el candidato centrista. Los votantes del ultraizquierdista serán clave para decantar la balanza. Europa contiene la respiración a la espera de comprobar si sus electores ponen en suspenso su visceral rechazo a las políticas de Macron y optan, en cambio, por cederle su voto.
La otra posibilidad es que estos votantes se abstengan, o que se produzca un trasvase a la candidatura ultraderechista. Un cambio de cromos que sería posible, teniendo en cuenta que en Francia el eje izquierda-derecha está muy desdibujado, y que las elecciones en el país galo se mueven cada vez más en la dicotomía de "los de arriba" versus "los de abajo".
La Agrupación Nacional de Le Pen y la Francia Insumisa de Mélenchon confluyen en el caladero de votos de las clases populares. Por eso, si finalmente se cumplen los buenos pronósticos y Macron revalida la presidencia, el reformismo europeísta y centrado de En Marche debe trabajar por que el populismo, con independencia del extremo por el que se decante, deje de tener atractivo entre los franceses.
La realidad es que hoy uno de cada tres franceses simpatiza con la extrema derecha y dos de cada tres vota opciones populistas. Macron no puede olvidar que la polarización de la sociedad francesa puede derivar en una desafección general hacia el sistema mismo de la República.
Si el reformismo liberal y centrado quiere frenar el avance de las opciones extremistas y antisistema debe ser capaz de recoger las demandas desatendidas de amplios sectores de la sociedad francesa. Revertir este sentimiento de marginación de la "Francia periférica" será lo único capaz de parar lo que Bernard-Henri Lévy ha llamado "una marea negra de resentimiento, nihilismo y conspiración que parece a punto de llevárselo todo por delante".