Por primera vez en 45 años de democracia, el Senado va a plantear un conflicto entre órganos constitucionales contra el Congreso de los Diputados.
Según adelantaron fuentes de la institución a EL ESPAÑOL y confirmó en la tarde del martes la portavoz del PP en el Senado, la Mesa de la Cámara Alta, a instancias de los populares, requerirá a la Cámara Baja que retire la Proposición de Ley de Amnistía.
En una segunda fase, solicitará la suspensión cautelar de su tramitación ante el Tribunal Constitucional.
Es cierto que el PP se ha apoyado para ello en la recomendación del informe de los letrados del Senado del lunes, que alertaba de la "clara inconstitucionalidad" de la norma y abría la puerta a plantear un conflicto entre órganos constitucionales.
Pero la naturaleza excepcional de este mecanismo obliga a evitar servirse de él a la ligera, como está haciendo el PP. El conflicto institucional es un instrumento de defensa completamente inusual al que un órgano como el Senado sólo debe acudir como último recurso si puede demostrar que la otra Cámara legislativa ha vulnerado sus atribuciones constitucionales.
La Ley de Amnistía, es cierto, plantea dudas políticas y jurídicas de la suficiente gravedad como para que sus opositores utilicen todos los recursos legales a su alcance para dilucidar si la norma tiene encaje en la Constitución y en la normativa europea.
Pero el empleo de instrumentos que van más allá del mero filibusterismo parlamentario, y que tienen unas implicaciones políticas altamente perturbadoras, sólo puede invocarse con argumentos jurídicos fundamentados y razonables, y no puede responder a una reacción de última hora.
La única justificación que podría encontrar este choque es que el Senado lograse probar que el Congreso invadió sus competencias al votar la Ley de Amnistía. Pero se antoja inverosímil que la Cámara Baja se corrija a sí misma y decida acometer una reforma constitucional que la incluya en su articulado, como plantea el PP.
Además, desde el punto de vista estratégico, el movimiento del PP carece de lógica. Porque, tal y como reconoce el informe de los letrados de la Cámara Alta, en ningún caso esta acción suspenderá la tramitación de la proposición de ley de forma automática, por lo que no servirá para impedir la continuación del procedimiento legislativo en el Senado.
La acción es doblemente absurda por su incoherencia con el propio planteamiento político del PP. Porque los populares también se arriesgan (con una alta probabilidad de que así acabe siendo) a que el TC desestime su requerimiento, recibiendo así un importante varapalo a sus tesis contrarias a la amnistía.
¿Qué sentido tiene entonces para los populares, que reiteradamente han cargado contra el tribunal de garantías por su sesgo mayoritario a favor del Gobierno, recurrir ante él para un asunto que probablemente será resuelto en su contra?
La única explicación que cabe encontrar al empleo de este mecanismo es que el PP haya querido mimetizarse con la política de oposición maximalista y sin cuartel de Vox, temiendo recibir acusaciones de pusilanimidad si no opta por esa vía de confrontación.
Pero el principal partido del país no puede, en una cuestión de tanta envergadura como un choque entre órganos constitucionales, actuar mediante ocurrencias y al dictado de la necesidad de contrarrestar a Vox. No podrá haber una oposición efectiva y fecunda a la Ley de Amnistía sin una estrategia sólida y realmente funcional.