De las Casas, Puigdemont o la manipulación
El autor denuncia la incapacidad de España de contrarrestar la propaganda nacionalista en el extranjero, que compara con la de la 'leyenda negra'.
La primera vez que Stanley G. Payne vino a España —en octubre de 1958—, dedicó dos meses a observar a los españoles para comprobar si éramos tan apasionados, violentos y fanáticos como había leído en los libros. Llegó a la conclusión de que éramos gente normal. La primera piedra de nuestra leyenda negra la había puesto Bartolomé de Las Casas con su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, un libro que se lee con la boca abierta y el corazón encogido ante la interminable sucesión de las atrocidades que supuestamente cometimos los españoles en el Nuevo Mundo.
Leí la obra de fray Bartolomé en la edición de Cátedra, en cuyo prólogo André Saint-Lu afirma que el obispo de Chiapas, “como testigo ocular, durante sus treinta y tantos años pasados en las Indias, había podido observar en demasiadas ocasiones el comportamiento inhumano de los españoles y los crueles padecimientos de los naturales”. Sin embargo, en Imperiofobia y leyenda negra, ese ensayo tan necesario que deberían leer los perezosos mentales amantes de los estereotipos, Roca Barea escribe: “El obispo de Chiapas, que renunció a su diócesis y prefirió vivir alrededor de la corte toda su vida, es incapaz de distinguir un indio de otro”.
De la lectura de la Brevísima, lo primero que llama la atención es que comienza con una mentira: “Como hombre que por cincuenta años y más de experiencia, siendo en aquellas tierras presente”, pues sí está demostrado que no estuvo cinco décadas en América. Y, luego, tres detalles más: ¿por qué, si los españoles éramos “diablos del infierno”, los indios siempre nos recibían “como a ángeles del cielo”? A lo largo de tantos años, ¿a ninguno se le ocurrió ir a las tierras cercanas para avisar de las atrocidades que íbamos a cometer…? El segundo y el tercer detalle favorecen a Las Casas: Roca Barea explica que el éxito de la Brevísima hay que entenderlo en el contexto del nacimiento de la Reforma y la consiguiente creación de la propaganda, en este caso antiespañola (“el católico Imperio español representó la defensa de una Europa unida y plurinacional que los protestantes nacionalistas procuraron destruir”).
No obstante, en el capítulo dedicado al reino de Venezuela se habla de la “cudicia e inhumanidad de aquestos tiranos animales o alemanes” —que cortaban cabezas de indios—, a cuyo gobernador acusa de hereje por presentar “indicios de luterano”. Suponiendo que el objetivo del libro fuera escarmentar a sus paisanos, ¿por qué hay un capítulo tan duro contra los alemanes? ¿Por qué no se ha destacado que dicho capítulo pudo ser el mejor antídoto contra la propaganda protestante…? En cuanto al tercer detalle, fray Bartolomé, cuando describe alguna de nuestras crueldades, cita dos fuentes fidedignas: el memorial de los dominicos (alabados por Roca Barea como pioneros en el reconocimiento de los derechos de los indígenas) y las Cartas de Relación escritas por Hernán Cortés al emperador Carlos. (Resulta curioso que Roca Barea también cite a Cortés para defender la tesis contraria, “la cultura azteca era un totalitarismo sangriento fundado en los sacrificios humanos… Cortés jamás hubiera podido rendir a los aztecas sin el apoyo imprescindible de otros pueblos indios”).
¿A qué espera Ada Colau para quitar la calle que el racista y misógino Sabino Arana tiene en Barcelona?
Menéndez Pidal también escribió muchas páginas sobre Bartolomé de Las Casas, poniendo el acento en su maniqueísmo: “No hay manera de que Las Casas reconozca acierto ninguno en los descubridores ni falta ninguna en los indígenas”. Pidal llegó a decir que la Brevísima revelaba un “completo delirio paranoico”. Por desgracia, tanto en la Historia como en el día a día, vende más lo morboso; y Pidal lamentaba que los escándalos lascasianos hubiesen tenido mucha mayor repercusión que la voz serena de Francisco de Vitoria, alguien capaz de decir en el siglo XVI: “Dado el caso de que los bárbaros no quieran admitir a Cristo como a su Señor, no se puede por ello declararles la guerra ni causarles la menor molestia”.
La Ilustración y el liberalismo heredarían la propaganda antiespañola, hoy en día protagonizada por los nacionalistas periféricos: es vergonzoso escuchar a Ada Colau acusar de facha al almirante Cervera (¿a qué espera Colau para quitar la calle que el racista y misógino Sabino Arana tiene en Barcelona?); y escuchar a otro racista, Quim Torra, decir en Washington que la cultura catalana está oprimida, comparando Cataluña con el genocidio armenio. (En el resumen histórico de la Lonely Planet de Turquía no se menciona dicho genocidio).
Ahora que Puigdemont dirige el delirio independentista desde países protestantes, causa estupor comprobar que la España del siglo XXI, como la de hace cinco siglos, es incapaz de contrarrestar propagandas tan burdas. En Imperiofobia leemos que, mientras la propaganda protestante hacía triunfar a las imprentas, apenas había panfletos católicos, “con el agravante de que eran en su mayoría sesudas respuestas teológicas” (y con un uso muy discreto de las imágenes). Frente al golpe de Estado de los Tejeros catalanes, el Gobierno de Rajoy —que tenía al ministro de Asuntos Exteriores en paradero desconocido— fue incapaz de articular una respuesta internacional para explicar las obviedades; y no dio la difusión apropiada a los vídeos de agentes agredidos por los revolucionarios de las sonrisas fascistas, mientras estos no dejaban de manipular.
Así como fray Bartolomé —quizá cegado por un fanatismo que le hacía considerar pecaminoso cualquier acercamiento a los indios que no tuviera motivos religiosos— exageró hasta la náusea los episodios puntuales de violencia en el Nuevo Mundo (ayudado sobremanera por los grabados del ilustrador flamenco De Bry), los independentistas catalanes hicieron lo mismo con los episodios puntuales de violencia policial del día del referéndum (ayudados por las nuevas tecnologías).
Leopoldo II de Bélgica, responsable de la muerte de millones de congoleños, tiene una calle dedicada en Bruselas
Como los españoles casi siempre nos hemos vendido muy mal, es difícil que en el extranjero compren el relato de que somos un país perfectamente democrático: la “Inquisición española” (aunque nació en Francia y, en nuestro país, mató mucho menos y tuvo mayores garantías legales que las inquisiciones europeas); “la gripe española” (porque durante meses solo nuestra prensa habló de ella)… En otros países se muestran orgullosos de hechos que deberían avergonzar a cualquiera: en el Parque de los Bastiones de Ginebra hay un monumento a Calvino, responsable de la muerte de quinientas personas, entre ellas Miguel Servet; Leopoldo II de Bélgica, responsable de la muerte de millones de congoleños, tiene una calle dedicada en Bruselas…
El año pasado, Stanley G. Payne publicó En defensa de España, un libro donde explica, con clarividente sencillez, los tres motivos que guiaron al Imperio español en América: Glory (gloria), Gold (oro) and God (Dios). Y elimina otra sombra de nuestra historia al aclarar que el caciquismo no era un sistema típicamente español, sino que había caciques en muchos países europeos y en Estados Unidos.
Entre el orgullo patriotero de Estados Unidos, Argentina o Francia y la capacidad de autoflagelación española hay un punto intermedio. Si observamos sin sectarismo esa espalda del tiempo llamada Historia, vemos que tan intolerantes fueron los católicos como los protestantes, aunque la propaganda de estos los haya dibujado como adalides de la libertad de conciencia.
Me pregunto, como Poncio Pilato a Jesús: “¿Qué es la verdad?”. Yo, por ejemplo, recordando un libro de Bertrand Russell, veía al filósofo Locke como paradigma de la tolerancia en un mundo perturbado por las guerras religiosas; sin embargo, en Imperiofobia, Roca Barea circunscribe la tolerancia lockeana (“Ni católicos ni musulmanes ni ateos tienen derecho a ella”). Leyendo a un autor tan sólido como Eslava Galán en La Revolución rusa contada para escépticos (“23 de julio de 1914. ¡Han asesinado al heredero del Imperio austriaco, un príncipe amado por el pueblo…!”), algo atronó en mi interior; fugazmente, como un relámpago, vi las memorias de Zweig (“El heredero del trono nunca había sido un personaje querido”).
Donde los historiadores españoles ven una invasión goda, los germánicos suelen ver una migración de pueblos
A otros autores les pasa como a fray Bartolomé, les ciega el celo religioso: un medievalista decía de Sánchez-Albornoz que sus trabajos estaban atornillados, eran indestructibles. No obstante, en Aún, escribió don Claudio: “El Altísimo preparó a España para que sirviera sus altos designios de traer su fe al nuevo continente y de frenar a herejes e islamitas en el viejo”.
Donde los historiadores españoles suelen ver una invasión goda de la península, los germánicos suelen ver una migración de los pueblos. Cuando a Tolstói le reprochaban su falta de fidelidad al describir algunas batallas en Guerra y paz, respondía: “¿Pero quién es fiel…? Yo tengo en mi escritorio los testimonios de historiadores rusos y franceses sobre la batalla de Borodinó y no hay dos que coincidan”. Años antes, reunidas las Cortes en Cádiz, en las calles los ciegos recitaban romances sobre las victorias españolas en la Guerra de la Independencia. Un diputado le preguntó a uno de aquellos ciegos:
—Maestro, ¿es que los franceses no ganan ninguna batalla?
—Sí, señor, pero esas noticias las dan los ciegos de Francia.
A veces, en las explicaciones erradas no hay dobleces, sino, simplemente, una memoria endeble: cuando Kapuscinski preparaba un libro sobre su infancia en Bielorrusia, se fue a hablar con su hermana para desempolvar recuerdos: “A pesar de haber vivido siempre juntos, cada uno de nosotros recordaba cosas completamente distintas”.
Otras veces las mentiras triunfan porque, como nos avisó Aldous Huxley, “una verdad sin interés puede ser eclipsada por una falsedad emocionante”.
Decía Freud que la verdad al cien por ciento es tan rara como el alcohol al cien por ciento. Me pregunto qué porcentaje de verdad hay en el testimonio de Las Casas; me pregunto cuántas verdades circulan en los libros y en las calles basadas en falacias. ¿Estaríamos dispuestos a admitir la versión contraria si alguien nos demostrara que era la correcta? ¿O haríamos como aquel profesor que, para no contradecir a Aristóteles, se negaba a aceptar que los nervios están conectados al cerebro —y no al corazón—, aunque le mostraron un cadáver disecado?
La verdad, que suele ser poliédrica, solo se contempla (o intuye) al final de un laberinto sembrado de dudas y matices.
*** José Blasco del Álamo es periodista y escritor.