La playa de Benidorm en los años 50.

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LA TRIBUNA

Los costes de la obsesión antifranquista

El autor critica el abuso del término franquismo y advierte contra aquellos que "buscan obsesivamente rastros del dictador debajo de las sábanas". 

25 marzo, 2021 03:41

Se acaba de generar una nueva polémica a cuenta de un nuevo cambio de nombre de calles, esta vez en Palma de Mallorca. Como es bien sabido, se ha borrado del callejero el nombre de tres almirantes del siglo XIX: Cosme Damián Churruca, Federico Gravina y Pascual Cervera. Si fuera una mera cuestión de ignorancia, no sería la cosa tan grave. Bastaría con reconocer el error.

En realidad, encajaría con la dinámica de una época donde la historia de los grandes personajes y acontecimientos ha dejado de estudiarse en la escuela para convertirse en sociología histórica. La gravedad de este asunto, y lo que lo convierte en muestra de un grave problema colectivo, viene de las justificaciones que luego se han dado.

En primer lugar, se adujo que no se quitaba el nombre a las calles por las personas a las que hacían referencia, sino por los nombres de barcos que combatieron durante la Guerra Civil en el bando nacional. Probada la falsedad de este aserto, llegamos a la verdadera causa del cambio.

El autor del informe que dio pie a todo esto ha reconocido en su perfil de Twitter que el motivo por el que incluyó estos nombres en el Censo de Simbología Franquista es que las rotuló un ayuntamiento franquista, y por tanto ilegal, para acabar clamando orgulloso: “Es agotador tener que defender que los acuerdos plenarios de una dictadura son ilegales e ilegítimos”.

Por tanto, aquí ya no estamos ante una cuestión de mera ignorancia, sino, por un lado, ante una incapacidad (patológica) de reconocer errores. Por otro, ante lo que parece ser una obsesión compulsiva por encontrar constantes rastros del franquismo para mantenerlo vivo por siempre.

Se ha escrito mucho (y se sigue escribiendo) de la dictadura de Franco y de nuestra guerra civil. Hay libros para todos los gustos y tendencias. Pero muchos de ellos tienen un punto en común. El franquismo no sólo fue terrible en el pasado, sino que sería una enfermedad indeleble incapaz de borrarse de amplios sectores de la sociedad española de hoy.

Si todas las instituciones que funcionaron bajo el franquismo fueran ilegales, habría que volar pantanos y autopistas

Sin embargo, paradójicamente, de esta manera se convierte a Francisco Franco en una suerte de superhéroe o supervillano dotado de superpoderes para controlarlo todo. Incluso tras su muerte.

Como corolario de esa tesis, todo lo que ocurriera bajo dicho régimen necesariamente quedaría contaminado de por vida como franquista. Esta especie de maldición se extendería igualmente a los que alcanzaron o representaron algún tipo de éxito social, salvo que hubieran logrado disfrazarse a tiempo como fieros antifranquistas.

Pero resulta difícil negar que existieron artistas, intelectuales, diplomáticos y juristas que merecían la pena. Incluso la guerra de Ifni ha pasado al olvido cuando no formó parte de la guerra civil y contó con escenas de enorme heroísmo, como la célebre batalla de Edchera, hoy imposible de conmemorar como mereciera.

Pero, es más. Si la tesis del autor del citado informe fuera cierta, y todas las instituciones que funcionaron bajo el franquismo fueran ilegales, habría que volar por los aires los pantanos y autopistas, las casas construidas por el Instituto Nacional de la Vivienda, e incluso anular todos los títulos académicos expedidos por escuelas y universidades. Todos franquistas.

Cui Prodest? ¿A quién beneficia crear una nueva leyenda negra, el franquismo como mancha indeleble? No a España ni a los españoles, sean estos de derechas o de izquierdas.

Que el franquismo siga impregnando el debate político y nuestra imagen exterior, más de cuarenta años después de muerto Franco, sólo conviene a los que quieren que España nunca progrese ni pueda unirse en pos de un proyecto común.

Son los que nos quieren polarizados, enfrentados y enfermos de odio. Son los que desean que España siga siendo el único país del mundo donde el mayor enemigo de un compatriota sea otro compatriota, antes que cualquier extranjero.

¿Por qué no podemos sentirnos orgullosos del milagro económico español que se produjo en los años sesenta?

Antonio Muñoz Molina escribía el 13 de octubre de 2017 en El País, en su artículo Francoland: “Una parte grande de la opinión cultivada, en Europa y América, y, más aún, de las élites universitarias y periodísticas, prefiere mantener una visión sombría de España, un apego perezoso a los peores estereotipos, en especial el de la herencia de la dictadura, o el de la propensión taurina a la guerra civil y al derramamiento de sangre”.

Pero no seamos ingenuos. Esa imagen no es favorecida hoy sólo por nuestros competidores, sino por un gran número de compatriotas. Unos simplemente porque encuentran así un sentido personal a sus vidas o a su rebeldía frente a sus propios padres y abuelos, estos franquistas. Otros porque se sienten cómodos con tener un chivo expiatorio al que poder echar la culpa de todos los problemas pasados, presentes y futuros. Incluidos, sobre todo, los que ellos mismos causan.

Esta maniobra no es nueva.

La América hispana lleva cayendo en esta trampa desde hace dos siglos, cuando asumió el discurso (hábilmente introducido por otros) de que la causa de que se hubiera hundido en la pobreza provenía de su pasado español, obviando el pequeño detalle de que cuando formaban parte del imperio fueron una de las zonas más prósperas del mundo (según Alexander von Humboldt).

El problema de estas estrategias escapistas o anti es que aunque a corto plazo te liberen de responsabilidad, den votos e incluso legitimidad, a largo plazo conducen a justificar el propio desastre y la inacción, instalados en un diagnóstico parcial y letal, que impide crear un proyecto pro de futuro para el país.

Y es que sólo haciendo autocrítica aprenderemos a mejorar y a evitar caer en los mismos errores, empoderándonos de nuestro destino. A este proceso se le llama también madurar.

En este contexto, para curar heridas y construir una sociedad sana, en lugar de regodearnos en hacer de la figura de Franco el dictador más poderoso y cruel de la historia que lo contaminaba todo, deberíamos destacar los logros positivos de la sociedad española en la segunda mitad del siglo XX, con o sin Franco.

No es de extrañar que el separatismo esté encantado con esa política y la sostenga con abundantes fondos

¿Por qué no podemos sentirnos orgullosos como sociedad del milagro económico español que se produjo en los años 60, sin Plan Marshall y con un Franco ya en retirada?

Da igual que hoy seamos una de las mejores democracias del mundo. No importa que la transición haya sido modélica, que estemos en la UE, la ONU y la OTAN, que nuestro Ejército sea modélico en cuantas operaciones internacionales interviene.

Todo eso da igual. España debe ser una democracia fallida, hay que seguir obsesionados con el franquismo, buscando ansiosamente rastros del dictador debajo de las sábanas, manteniendo viva su figura sobre la base del rencor y el odio.

Una sociedad así está enferma, condenada a la permanente división y el fracaso. No es de extrañar que el separatismo esté encantado con esa política y la sostenga con abundantes fondos.

Lo que resulta inexplicable es que colaboren activamente a ella personas con un mínimo de sentido común y de preocupación sincera por lo común. Cosas que nos han traído hasta aquí, con sus luces (olvidadas) y sus sombras.

El pasado se digiere o se vomita, pero no se le mantiene dando vueltas. Eso, si no queremos morir de empacho o de simple estupidez.

*** Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es La guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente.

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