Contra el mito de la pluralidad lingüística
"Soy a la vez protector de la lengua francesa y guardián de la riqueza que constituyen nuestras lenguas regionales" (Emmanuel Macron)
El Consejo Constitucional francés, trasunto de nuestro Tribunal Constitucional, ha tumbado la Ley Molac, por el nombre del diputado bretón que la impulsó en la Asamblea Nacional.
Fue allí donde se aprobó, un par de meses antes, por una amplia mayoría de sus miembros. Pero bastó que 60 diputados la recurrieran para que en apenas quince días el Consejo sentenciara que la citada ley incumple el artículo 2 de la Constitución, que dice que la lengua oficial de Francia es sólo una: el francés.
Los impulsores de la Ley Molac pretendían utilizar en Francia las lenguas regionales para implantar un modelo de inmersión lingüística en el sistema público de enseñanza, como aquí se hace con el euskera y el catalán.
El Consejo Constitucional ha dicho “no”. Puede haber, eso sí, escuelas donde se enseñe en la lengua regional respectiva junto con el francés, y financiarlas privadamente como se viene haciendo hasta ahora. Esta es de hecho la vía que utiliza el Gobierno vasco para subvencionar con dinero español la enseñanza del euskera en Francia. Pero no se puede utilizar el sistema público para enseñar otras lenguas que no sean el francés.
En Francia cuentan con más lenguas regionales que en España. Además del euskera y el catalán están el occitano, el bretón, el corso y las lenguas extendidas a suelo galo desde el norte. Es decir, el flamenco por el lado belga y algunas variedades del alemán, como el alsaciano, entre otras.
Pero la Revolución francesa de 1789 hizo tabula rasa con todas estas singularidades lingüísticas y la centralización y la unificación del país fue in crescendo durante todo el siglo XIX hasta conformar un estado basado en la asimilación de todos sus paisanos. Paisanos a los que, gracias a la escuela y al ejército, se les inculcó en todo el territorio una misma lengua, una misma bandera y, en definitiva, una misma nación.
Y nadie pone en duda en ninguna parte del mundo que Francia es una república democrática.
Los nacionalismos han hecho creer que la postergación de sus lenguas era algo propio de la dictadura
Esa situación no impidió que, por ejemplo, el francés Frédéric Mistral recibiera en 1904 el Premio Nobel de Literatura escribiendo en provenzal, que es una de las variedades del occitano.
El lehendakari Iñigo Urkullu, que tanto se ha lamentado de esa decisión del Consejo Constitucional francés, dice siempre que él se siente cada vez más republicano y que la monarquía no es lo suyo.
Que piense qué podría pasar en España si se implantara con todas las consecuencias esa república que tanto añora. Porque aquí la cuestión es que los nacionalismos en España se han quejado siempre amargamente, hasta el punto de convertirlo en recurso principal de su ideología política, de que el franquismo cercenó sus derechos lingüísticos cuando decretó que el español fuera la única lengua oficial. Lo mismo que ha hecho la Francia republicana desde su revolución de 1789.
Los nacionalismos en España nos han hecho creer que la postergación de sus lenguas era algo propio de la dictadura franquista y de la consiguiente imposición del español, y que la oficialidad de las mismas era poco menos que un síntoma natural y consustancial al régimen democrático.
Pero lo que la situación lingüística en Francia demuestra es que se puede vivir en un estado republicano y democrático intachable, como el del país vecino, y al mismo tiempo tener una sola lengua oficial. En ese caso, el francés. Mientras, las lenguas regionales son habladas en el ámbito privado, vecinal, comunitario o regional propiamente dicho, pero sin oficialidad para el resto de los franceses. Ni siquiera para los que viven en los territorios donde se hablan esas lenguas.
En España, en cambio, hemos podido comprobar que, allí donde había lenguas regionales, su oficialidad (gracias a la Constitución de 1978 y a los Estatutos autonómicos respectivos) no ha implicado una eclosión lingüística latente.
El euskera subvencionado se ha convertido en un sector de actividad por sí mismo
Lo que ha ocurrido, al contrario, es que las administraciones controladas por los nacionalismos han ido construyendo sobre sus lenguas regionales un entramado colosal de clientelismo y subvenciones que es el que retroalimenta a esos nacionalismos. Hasta el punto de que discutir estos temas llega a significar, para los funcionarios, escritores, traductores, empresas de edición y medios de comunicación de todo tipo que viven del euskera y del catalán (o sea miles de familias), algo así como atentar directamente contra sus cosas del comer.
Por eso la inmersión lingüística representa, para dichos nacionalismos, y más que el desenvolvimiento natural de una realidad preexistente, el resultado artificial de su propia actividad. Algo así como su razón de ser y existir como nacionalismos.
Prueba de ello la tenemos en la costumbre ya inveterada de la administración catalana de entregar los impresos de selectividad a los alumnos sólo en catalán a pesar de estar obligada a hacerlo también en castellano y en aranés, las tres lenguas oficiales del territorio, tal como ha recordado recientemente el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Lo que allí se hace es obligar al alumno que quiera utilizar otra lengua a pedir su impreso expresamente.
El caso del euskera es todavía más llamativo, puesto que se habla mucho menos que el catalán. Y eso después del ímprobo esfuerzo presupuestario realizado, durante varias décadas, para que todos los profesores se euskaldunicen.
Como resultado tenemos una sociedad donde el euskera subvencionado se ha convertido en un sector de actividad por sí mismo, como lo es la industria, el comercio, las materias primas o el resto de la administración. Y con unos medios de información y una cultura que, si sólo utilizaran el euskera, no sobrevivirían ni un día siquiera sin la correspondiente subvención.
Pero la realidad cotidiana después de todo este proceso de cuarenta años de inmersión lingüística presenta un panorama bien distinto (y, en muchos aspectos, descorazonador). En la última prueba de acceso a la abogacía, realizada hace pocos días a nivel nacional, sólo uno de 6.400 aspirantes pidió hacerla en euskera, otro en gallego y apenas 41 en catalán.
*** Pedro Chacón es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU.