La gran mentira de la democracia afgana que dejé atrás
Amador Guallar, uno de los últimos periodistas españoles que salió de Kabul, relata los errores y corruptelas de la frágil democracia derrocada en Afganistán por los talibanes.
“El hombre abandonó el resguardo de un tejado con goteras para sentarse bajo la lluvia” dice un viejo proverbio afgano que, hoy más que nunca, da en el clavo ante el desastre humano y social que se avecina en Afganistán, donde el emirato de la peor y más salvaje teocracia del mundo ha vuelto con más fuerza que nunca.
¿Cómo se ha llegado a este punto? El pueblo afgano ha sido vendido por sus líderes, tanto en Kabul como en las provincias. Estos han huido con las maletas llenas de dinero y nunca serán juzgados por destruir el sueño de la democracia. Los talibanes han sabido esperar a que, una vez las tropas extranjeras se marchasen del país, la corrupción, la incompetencia, el nepotismo, las divisiones étnicas y tribales (la lista es tan larga como lo será la de los ejecutados y desaparecidos a manos de los yihadistas) hiciesen el trabajo por ellos. Así es como, en dos semanas, han conseguido tomar Afganistán pactando y sin casi pegar un tiro.
Es decir, que la victoria de los talibanes no se ha producido por su fama de guerrilleros invencibles, sino porque gran parte del pueblo afgano, después de constatar que todas las elecciones, desde las locales hasta las presidenciales, acababan en fraude electoral para imponer la voluntad de Kabul y de Estados Unidos, dejaron de creer en un sistema y una Constitución que, en realidad, era papel mojado. Esa parte de culpa también recae en el pésimo papel de la comunidad internacional.
El grupo yihadista ha prometido que no habrá venganza, pero su palabra vale tanto como el interés que tenga en ese momento
Porque este desastre, esta infamia histórica, no sólo es consecuencia de una elite afgana cobarde y sin escrúpulos, sino de los veinte años en los que la comunidad internacional ha sido incapaz de apostar por los hombres y mujeres de bien que aspiraban a crear un país mejor y más justo. Estados Unidos, la Unión Europea y demás aliados, así como organizaciones tan obsoletas como las Naciones Unidas, sembraron las semillas que han llevado al diablo a sentarse en su trono.
Un trono que se construirá sobre la montaña de huesos y calaveras en los que se han convertido los sueños de millones de mujeres afganas, las grandes olvidadas durante estas dos décadas de guerra, pero que, sin embargo, empezaban a sacar la cabeza posicionándose en el mundo de la política, los negocios, el ejército y la policía.
Sus esperanzas han muerto con nuestro olvido, dejadez y cobardía. Ahora más que nunca, si se salen de los confines de la estricta ley islámica (la sharia) talibán, estos les cortarán las orejas o la nariz. Las azotarán y ejecutarán en público. Las privarán de todo derecho fundamental para convertirlas en limpiadoras y receptáculos para bebés. El infierno en vida y un sufrimiento que sólo puede medirse en infinitos.
El grupo yihadista, hasta ahora afincado en el vecino Pakistán, ha prometido que no habrá venganza. Que se respetará a las mujeres. Pero por todos es sabido que su palabra vale tanto como el interés que tengan en ese momento. Y el suyo, ahora, es buscar la legitimidad internacional. Por ello, y por el apagón informativo futuro, apenas oiremos nada sobre sus crímenes. Pero estos continuarán, como ya se ha probado recientemente en las provincias de Faryab o Kandahar durante su avance hacia Kabul.
Occidente sólo despertará cuando las consecuencias del desastre lleguen a nuestra casa en forma de bomba
Puede que la victoria de los talibanes no sea eterna. No hay que descartar que su teocracia absolutista y su corrupción, de la que tampoco escapan y que tiene mucho que ver con el tráfico de heroína (Afganistán es el primer productor del mundo de esta droga), puedan acabar socavando los pactos realizados, en ocasiones muy frágiles como en el caso del Panjshir, y acabar con el régimen de la misma forma que ha caído la difunta República Islámica de Afganistán: desde dentro.
En estos momentos, la preocupación de las democracias occidentales debería ser el horrible drama humano que allí se va a desarrollar y que provocará una nueva oleada migratoria. Además, es más que posible una vuelta masiva de Al Qaeda a tierras afganas, donde la victoria del emirato va a envalentonar, y mucho, a los movimientos yihadistas de todo el mundo, poniendo especial atención a los localizados en África y que, poco a poco, van acercándose a nuestra península.
Sin embargo, siguiendo la histórica tradición occidental de no hacer nada hasta que Aníbal esté a las puertas, sólo despertaremos cuando las consecuencias del desastre en Afganistán lleguen a nuestra casa en forma de bomba y masacre para entonces volver a recordar (con vistas a olvidar) que se debe luchar por la libertad en todas partes, sin hacer concesiones y, en ocasiones, con la frialdad de la guillotina.
*** Amador Guallar es fotógrafo, periodista y autor de En tierra de Caín y Todo flota.