¿Quién serías tú en 'El juego del calamar'?
La pregunta no para de crecer en la mente manipulada, al menos a medias, del espectador de 'El juego del calamar': ¿cómo se comportaría uno mismo?
La serie que arrasa estos días, vía Netflix, en gran parte del mundo no constituye un continuo visionado de irrelevancias facilonas. Muy al contrario, la historia que cuenta El juego del calamar te hace sentir, y mucho. Las imágenes que aparecen te hacen pensar, y mucho.
Bajo una estética vanguardista y electrizante y detrás de un guión inteligente y refinado, la serie escrita y dirigida por Hwang Dong-hyuk resulta, sobre todo, adictiva. Cada vez que acaba un capítulo se asoma, imperativa, la necesidad de ver el siguiente. Apenas se puede parar entre uno y otro, en una suerte de rendición a una trama sobre la que la más férrea voluntad para aplazar los desenlaces parciales se manifiestan insuficientes.
Mientras se suceden las escenas en diversos puntos de Corea, aunque bien podría tratarse de cualquier otro país, incluidos los occidentales, y uno va generando empatía con unos personajes que viven en el filo de la existencia, a un solo instante de caer a cualquiera de sus lados, la pregunta no para de crecer en la mente manipulada, al menos a medias, del espectador: ¿cómo se comportaría uno mismo?
¿Cuánto arriesgaríamos por conseguir dinero? Pero no por un dinero que nos permita unas vacaciones en Maldivas, sino por el mínimo capital que procure subsistir, por una minúscula calidad existencial. Esto es, desahuciado de la vida por la evidencia de la miseria mas atroz, ¿hasta dónde llegaríamos para salir de ella?
¿Podríamos cualquiera de nosotros, si la exigencia pudiera demandarlo, torturar a alguien?
Siempre me he preguntado de dónde salen los torturadores. Cómo alguien puede ser, de profesión (o por diversión, si es que es posible encontrarla en semejante actividad), torturador.
Y también me pregunto si ese alguien fue, antes de convertirse en un criminal, un tipo corriente. ¿Podríamos cualquiera de nosotros, si la exigencia pudiera demandarlo, torturar a alguien? ¿Lo haríamos para evitar, por ejemplo, que la misma tortura se aplicara sobre nosotros o que se le infligiera a un familiar?
El juego del calamar plantea cuestiones como esa. También se acerca a la increíble decencia de algunas de las personas que atraviesan nuestro camino, a menudo ignoradas, y se detiene en la abrumadora infamia de otros, la mayoría. La serie revela el comportamiento más frecuente del ser humano cuando se le arrincona en su lugar más primitivo, escrito sea en el peor de los sentidos.
Pero la cuestión persiste, inquietante y perturbadora: ¿seremos todos, en el fondo, desleales y egoístas si el premio o el castigo resultan suficientemente trascendentes?
El juego del escondite inglés (y el otro, con su solidario por mí y por todos mis compañeros imaginado en su absurdo imposible, en estas circunstancias), llevado a su escenario más brutal; columpios que albergan las peores traiciones; una última confianza en el prójimo, destinada a alguien que llegó a ganársela, que en realidad cuesta la vida.
Macabra y genial, la serie coreana que ha conquistado el mundo se conduce por el sinuoso trayecto que nos hace humanos. Por ese mismo lugar del que habría que huir, si se pudiera, antes de que sea demasiado tarde.