¿Es El juego del calamar una alegoría woke?
El juego del calamar, donde un grupo de perdedores debe adaptarse a las reglas de un juego despiadado de reglas caprichosas, se asemeja más a la nueva religión progresista que al viejo libre mercado.
Cuando el PSOE aún no había tocado pelo y pervivía en él un resabio preSuresnes, Alfonso Guerra, tahúr de todas las Españas, se sacó del magín la frase más totalitaria de la Transición, a la altura del “¡Quieto todo el mundo!” de Antonio Tejero el año anterior: “El que se mueva no sale en la foto”.
Eslogan por antonomasia de la disciplina de partido, del absolutismo interno y tácito del hecho político, podría servir de lema publicitario a El juego del calamar, la popular serie de Netflix que su creador, Hwang Dong-hyuk, ha definido como una “alegoría del capitalismo moderno”.
El guante ha sido cortado exprofeso y se nota. Es decir, la fábula se ha trazado con habilidad, asumiendo a menudo la brocha gorda para ganar en eficacia y efectismo del mensaje: todos jugamos al neoliberalismo con reglas trazadas desde arriba por entes enmascarados.
No cabe duda de que, como afirma su creador, estamos ante una “alegoría del capitalismo moderno”. Pero ¿qué capitalismo? Ahí es dónde podemos jugar nosotros a las interpretaciones y deducir que, más que al libre mercado de toda la vida, exacerbado y acelerado por el cambio tecnológico en un contexto de depresión mundial, El juego del calamar es una fábula del capitalismo moderno, sí, pero en cuanto tiene de religión progre y de capitalismo woke.
"Es la libertad tal y como la entendíamos en el siglo XX, con sus incontables defectos, la que está amenazada de cancelación"
El problema es que esa presión acaba descargando en el ciudadano en forma de nuevas regulaciones, nuevos deberes, nuevos marcos para encajar en la foto, para hacerse un hueco en el campo de juego y lograr superar la línea de meta sin ser abatido por la corrección moral o los criterios de los guardianes del castillo, que a menudo son los mismos que antes, pero disfrazados de benefactores.
De un tiempo a esta parte, más encarnizadamente en el último lustro, instituciones y grandes empresas han cambiado las reglas drásticamente siguiendo, supuestamente, un designio social, pero garantizándose la primera posición y, por tanto, la capacidad de administrar las reglas. Ellos deciden, en última instancia, quién se amolda y quién no, quién contraviene y quién pasa por el aro. Y lo hacen, además, por tu bien.
Esta introducción de la moralidad woke en los negocios, la política, la cultura y las artes, que debería servir para corregir desmanes, ha ido mucho más allá. Ha hecho de la moralidad coartada, valor de cambio y palanca de ascenso social. “El peligro es que, en la medida en que las empresas no sigan principios duraderos y simplemente traten de seguir el tema o el problema del momento y terminen tratando de alterar este movimiento woke, en última instancia están trabajando en contra de su propia existencia como empresas, porque están trabajando contra la libertad y la libre empresa”, afirma la economista Rebecca Henderson.
Y lo mismo vale para la cultura y la política si se mueve en los cauces de la moda y el oportunismo. En el fondo, es la libertad tal y como la entendíamos en el siglo XX, con sus incontables defectos, la que está amenazada de cancelación. Y es nuestra memoria y acervo cultural el chivo expiatorio.
"De un principio integrador han hecho un perverso juego de eliminación y un correcalles de ciudadanos rasos buscando su lugar en el siglo"
Las seis pruebas de El juego del calamar aplicadas al capitalismo woke podrían ser, a grandes trazos: inclusión, diversidad, identidad, ecologismo, moralismo y memoria. El lema de este movimiento difuso, extraído de la expresión stay awoke (“permanece despierto”) es un buen indicio de lo que se espera de nosotros, meros participantes con número al dorso y chándal azul. Vivir pendientes de la siguiente prueba, trabajar por encajar, asumir sus reglas, aceptar que no sabremos cuáles son hasta que nos las digan y, en definitiva, quedarnos quietos para salir en la foto (para no ser ametrallados) cuando toque. Es decir, no abandonar ni enjuiciar el marco, y echar a correr en el instante en que canten luz verde.
No cabe duda de que el relativismo de finales del siglo XX, aliado con el capitalismo de nuevo cuño del siglo XXI, y acelerado por la tecnología y la sociedad hiperconectada, exige del ciudadano medio (no hablemos ya de las clases bajas) un compromiso innegociable y continuado, alerta constante, capacidad de adaptación, perpetua actitud lúdica y, sobre todo, la obligación de estar concernido por todo y responsabilizarse de todo, esté o no esté en su mano.
Los estandartes del viejo capitalismo, el gran dinero transmutado hoy en filosofía de start up, se han apropiado con sagacidad de las fantasías redentoras, más o menos acertadas, pero de fondo loable, de la sociedad del nuevo siglo, mientras la izquierda política y parte de la derecha se ha lanzado con optimismo a darle cobertura institucional.
De un principio integrador han hecho un perverso juego de eliminación y un correcalles de ciudadanos rasos buscando su lugar en el siglo, tratando de interpretar las reglas a medida que estas se hacen y deshacen y, finalmente, intentando medrar dentro de ellas. Porque el que se mueve no sale en la foto.
Y si te mueves, ya sabes qué pasa.
*** Gonzalo Núñez es periodista.