La política europea de Macron tiene una prioridad: Francia
La contribución francesa a la construcción de la UE es evidente. Pero, tras su pompa europeísta, se esconde una realidad política más compleja.
En los últimos años, los análisis de las sucesivas crisis europeas se han centrado en el papel de Alemania: en las asimetrías institucionales de un euro diseñado para favorecer a Berlín, en la pasividad de Angela Merkel durante las crisis del euro y del Estado de derecho, y en el acercamiento de la canciller hacia Rusia. Un acercamiento que, años después, ha arrastrado a la UE en su conjunto.
Dichos análisis parecen coincidir en su conclusión: a la hora de la verdad, Alemania siempre priorizará sus intereses políticos, comerciales y geoestratégicos frente a aquellos de la UE en su conjunto. Pocos inciden, sin embargo, en que son éstos mismos cálculos los que guían la política europea de Francia y, desde hace un lustro, de su presidente Emmanuel Macron.
La tormentosa relación entre París y Bruselas se remonta a los inicios del proyecto europeo. Cuando, a principios de la década de los 60, los seis países fundadores de la Comunidad Económica Europea (Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) se plantearon abandonar la votación por unanimidad para poder dotar al Consejo de mayor flexibilidad, el presidente francés Charles de Gaulle, firmemente opuesto a una Europa supranacional, se negó a participar en las votaciones.
La denominada crisis de la silla vacía culminó en el Compromiso de Luxemburgo de 1966, que reforzó el papel de los Estados Miembros frente a los que pedían más federalismo europeo, permitiéndoles vetar acuerdos en los cuales estuviesen en juego “intereses muy importantes” para sus respectivos países.
La crisis de la silla vacía es el caso más famoso de un presidente francés usando su poder para avanzar sus intereses nacionales en Bruselas; no es, sin embargo, el único.
Desde la llegada de Macron al Elíseo, sus políticas siempre han reflejado, pese a su retórica indudablemente europeísta, los intereses políticos de su país. Son estos cálculos los que explican el reparto de carteras de 2019, en el cual París vetó la candidatura del socialista Frans Timmermans para apoyar, a cambio, a Ursula von der Leyen.
Explican, también, la oposición de Macron al sistema de cabezas de lista (Spitzenkandidaten) en las elecciones europeas, convencido de que estrecharía su margen para nombrar a altos cargos franceses.
Por último, su veto histórico a una ampliación de la UE hacia los Balcanes, así como su insistencia en una mayor soberanía estratégica frente al atlantismo OTAN, persiguen un mismo objetivo: reforzar la influencia política de Francia en el seno de la Unión, evitando que ésta se diluya hacia EE. UU. (en el caso de la OTAN) o hacia los Balcanes (en el caso de la ampliación).
Las últimas semanas, sin embargo, han mostrado los límites de los cálculos políticos de París. Ante la marcha de Merkel hace apenas un año, Macron optó por sellar una alianza con la Italia de Mario Draghi, mediante una serie de pactos (los llamados acuerdos del Quirinale), cuyo objetivo era claro: ante el vacío político dejado por la canciller, una alianza con Roma incrementaría el poder del Elíseo en el seno del Consejo, dotándolo de un aliado alternativo en el caso de que Alemania pasara a un segundo plano.
"La crisis energética ha expuesto las contradicciones internas de París"
Apenas un año después, la gran apuesta francesa se ha visto truncada. Por una parte, por el nuevo episodio de inestabilidad política que atraviesa el país transalpino: con la caída del Gobierno de Mario Draghi, el reciente adelanto electoral y el riesgo de una victoria de la eurófoba Meloni, Roma ya no es el aliado que prometía ser cuando, a mediados de 2021, Draghi accedió a encabezar el ejecutivo italiano.
Por otra, porque la formación de un Gobierno semáforo en Alemania, las consecuencias de la crisis energética y el destacado papel de España en la misma han abierto las puertas a otro binomio político: aquel formado por Alemania y España, dos países que comparten una serie de objetivos estratégicos y cuya alianza, apunta Jeremy Cliffe en El País, podría dar lugar a “una nueva relación especial en Europa”.
También la propia crisis energética ha expuesto las contradicciones internas de París. Durante años, el Gobierno francés se opuso rotundamente al Midcat, el gasoducto que conectaría Francia y España a través de los Pirineos y que podría servir, argumentan distintos expertos, para aliviar la crisis energética europea. Su posicionamiento, dos explicaciones.
Por una parte, su apuesta por la energía nuclear, la fuente que proporciona el 70% de su energía. Por otra, un cálculo. Que su activación beneficiaría a una Alemania que, durante los últimos años, no había hecho los deberes en materia energética.
"Que el eje francoalemán compita con otros grupos de interés democratizará la UE"
Ante la posible crisis de suministro a la que se enfrenta Alemania, la negativa francesa a dar luz verde al proyecto parecía chocar con la retórica de su Gobierno: pese a sus llamadas a la solidaridad europea, su oposición al Midcat ha sido eminentemente mercantilista.
Mediante su reciente comunicado, en el cual se abre a estudiar la ratificación del gasoducto haciendo referencia a sus “amigos” en Berlín y Madrid, París parece haber respondido a la realpolitik europea: frente a una crisis económica alemana que arrastraría a Europa, la creciente fuerza política española que apunta Cliffe y la insistencia de la Comisión Europea, Francia es consciente de que tiene todas las de perder. Ante este escenario, no parece haber quedado más remedio que rectificar, reconocer su derrota y apoyar la aprobación del gasoducto.
La contribución francesa a la construcción europea es evidente. También lo es que la elección de Macron, en mayo de 2017, supuso un soplo de aire fresco para Europa: en una Unión adormecida, asolada por las crisis y reducida a una máquina de apagar incendios políticos, un político joven se atrevía a hablar de federalismo, de reformas de los tratados y de la necesidad de que Europa jugase un papel relevante en un mundo orden mundial.
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Sin embargo, tras los discursos grandilocuentes de París (tras su pompa europeísta, sus ambiciones federalistas y sus constantes llamadas a la solidaridad europea) se esconde una realidad política más compleja. A lo largo de siete décadas de política europea, el Elíseo ha tenido, ante todo, una prioridad: Francia. Lo tuvo en los años sesenta, cuando la crisis de la silla vacía paralizó la acción legislativa comunitaria durante varios meses. Lo ha tenido, también, a lo largo del último lustro, mediante su insistencia en la autonomía estratégica europea, su alianza con Italia para aumentar su influencia en la Europa pos-Merkel o su oposición al Midcat.
Una Unión Europea más fracturada, en la que el eje francoalemán compita con otros grupos de interés (un posible tándem Berlín-Madrid, una alianza de países del Sur o unos países bálticos más coordinados), democratizará la UE, pero también pondrá a prueba las habilidades políticas del Gobierno francés. Ante una Unión multipolar, la retórica del Elíseo deberá entender que su margen de maniobra puede haberse reducido y que, con una frecuencia cada vez mayor, el contraste entre su retórica y sus acciones quedará en evidencia.
*** Guillermo Íñiguez es doctorando en Derecho europeo en la Universidad de Oxford.