Karra Elejalde es un radical libre, un verso suelto, un maestro de la incorrección. Intenso y punzante, es uno de esos personajes que contestan a preguntas complejas mediante metáforas o batallitas que esconden mensajes con poso. También es un torbellino. Delante y detrás de las cámaras. Irrumpe en las habitaciones como un miura y capitaliza las conversaciones con la retórica de un intelectual; cuando se trata de actuar, le da a sus personajes la energía y el relieve de un artesano de las emociones. Porque Elejalde es uno de esos actores totalizantes capaces de dar vida a un hombre perdido en el tiempo en una comedia disparatada como La vida padre o en un thriller como Los cronocrímenes y de encarnar al mismísimo Miguel de Unamuno del 'esto y lo aquello' en la sesuda Mientras dure la guerra de Amenábar. Lo hace todo. Y lo hace bien.
La estrella de Airbag, También la lluvia y Ocho apellidos vascos recibe a EL ESPAÑOL | Porfolio en un céntrico hotel madrileño. Sentado en una pequeña sillita de madera en una terraza empapada por una lluvia que ha escampado hace sólo unos minutos, el actor da una larga calada a un pitillo que tiene entre los dedos. Hace el amago de apagarlo al encender la grabadora y la cámara. “Esto no lo saques, ¿eh?”, le dice al fotógrafo en un tono que baila entre la seriedad y la mofa. Pero quien lo conoce sabe que a veces es difícil discernir cuándo habla en serio y cuándo tira de ironía y humor negro.
Pregunta.– ¿Esperamos a que acabes? Por nosotros no te preocupes.
Respuesta.– No, da igual. Te lo digo porque estamos criminalizados. Hubo un tiempo que en el cine se fumaba. Hace siete u ocho años sólo fumaban los malos. Ahora ni ellos. Es acojonante, cómo vamos pasando por el aro.
P.– Ni echaros el pitillo os dejan. ¿No sabe a censura?
R.– Décadas atrás, si en el cine o en el teatro había algo incómodo para el sistema, te mandaban al censor y te decían: ‘Este pecho lo tienes que cortar, esa frase malsonante la tienes que quitar’. Pero ahora somos los propios artistas quienes nos autocensuramos por miedo a que la productora te diga que elimines algo. Y más te vale hacerlo, porque si te lo cortan ellos duele más, como una amputación. Vivimos en un momento en el que lo convenientemente correcto impera, pero se nos olvida que el cine siempre fue políticamente incorrecto. Hay una censura constante, pero no respecto al régimen o al Estado, sino hacia los grupos que se puedan sentir sensibilizados. Andamos condicionados a la hora de crear. Y crear con el freno de mano echado es muy jodido.
P.– Con tanta corrección se le deben quitar a uno las ganas de crear.
R.– Yo tenía un buen amigo, Toño Sampedro, ya muerto, que además de ser un gran actor era inventor. Y le preguntaba: ‘¿Cómo se te ocurren todas estas cosas?’. Su respuesta fue: ‘El invento, o la ocurrencia, surge de la necesidad. Dime algo que te moleste, Karra, que te voy a hacer inventor’.
P.– ¿Qué inventaste?
R.– Inventar nada, pero le conté una anécdota de algo que me molestaba. Por aquel entonces tenía cuatro pelas y me enfadaba que al comprar las botellas de Coca Cola de dos litros y echarme cuatro vasos, el líquido fuese cada vez menos y el aire en la botella cada vez más. De ahí surgen las invenciones, de la necesidad. Podemos ser poetas diciendo que la pared es blanca, la casa bonita, la palmera verde y el cielo azul, pero yo creo que la creatividad surge del amor profundo por algo o de la aversión contra algo. Si en mis tiempos tenía que escribir una canción, debía hacerlo sobre algo que admirara u odiara profundamente.
P.– ¿Como por ejemplo?
R.– Cualquier cosa en aquellos entonces. El sistema en sí.
P.– ¿Cuánto de ese Karra inconformista y visceral hay en tus papeles?
R.– Como persona soy muy visceral. Y a la hora de interpretar, por ejemplo, veo cuáles de los papeles que me tocan pueden llegar a serlo. Hay personajes muy cerebrales, como el de La madre muerta. O el de Miguel de Unamuno, que era bastante poco visceral, lacónico en palabras y en gestos por su edad. Pero yo siempre recito los diálogos del guionista, eh. Si creo que una frase va a ser más divertida, se lo propongo a un director para ver si le parece bien. En el teatro componer a un personaje es una maravilla, pero el problema es quedarse corto, no llegar. En cine el miedo es a pasarse de rosca. Por tanto, yo siempre trato de poner mucho de mi naturalidad, ya sea cojo, jocoso o tartamudo. Siempre me ayuda dar una parte de mí. No en vano es mi cara, mi voz y mi cuerpo.
P.– Tu próxima película versa sobre cómo los jóvenes instrumenalizan a los mayores, en este caso su hijo a su padre, para lograr objetivos personales. ¿Nos hemos desconectado de los demás?
R.– Vivimos en una sociedad en la que existe un desapego por todo lo que no sea el yoísmo. Si vas en un autobús con 24 personas, cada uno tiene su móvil y está metido en su mundo. He visto a familias compuestas por mamá, papá y los niños, todos con el móvil en la mano. Es un desapego interfamiliar. ¡Ahora nos escribimos! ¡Pero si yo quiero oír la voz de mi hija, de mi familiar! Para mí es una locura. Hay tantas cosas que quiero decir, pero escribirlas... Los jóvenes de hoy pueden teclear hasta con dos dedos. Yo escribo con una mano torpe de pelotari.
P.– Pero tú no tienes redes sociales. Reniegas del universo digital. ¿Eres consciente de esa desafección?
R.– Hombre, parece que soy yo contra el mundo. Si yo fuera como ellos, no me daría cuenta. ¿Sabes qué me pasa? Que yo odiaba las conversaciones banales de ascensor. 'Ha salido el sol, ayer hizo fresco'. Antes te sentabas en un tren con una señora y dos niños y empezaba con el 'bueno, mira, lloviendo todo el mes, esto muy bueno para la berza pero no para el trigo'. Yo qué sé. Pero es que hemos perdido eso también. En el Cercanías cada uno está a su puto mundo. Hemos perdido intercomunicación. Nos enteramos de todo a través de aparatos. Y por culpa de los algoritmos nos confundimos y nos reafirmamos. Voy a llamarlos 'bichos', porque no quiero hablar de Orwell ni de Gran Hermano. Si el bicho te ha cazado y sabe qué piensas, siempre que hagas preguntas te contestará y alimentará aquello en lo que ya crees. Y en función de cómo te muevas y te documentes, los 'bichos' te estarán reafirmando. Por eso surgen los negacionismos.
P.– Justo Alcarràs, de Carla Simón, acaba de ser preseleccionada para competir en los Óscar, pero inmediatamente salieron las quejas por ser una película en catalán. Tú que eres del País Vasco, que vives en Cataluña y que sabes de identidades... ¿Se nos están yendo de manos los nacionalismos?
R.– Mucho, porque estamos excesivamente ideologizados y poco abiertos a entendernos. Si no nos comunicamos, ¿cómo vamos a empatizar? Es difícil ser del Osasuna y no gritar '¡penalti!', pero si eres objetivo debes decir: 'Chicos, perdonad, ya sé que parece que voy con el equipo contrario, pero no es penalti'. Los medios de comunicación también contribuyen a esto. Ahora está de moda decir: 'Karra, dame un titular'. ¿Tú eres periodista? ¡Pues sácalo tú! Pero haz el favor de no sacarlo de contexto. Yo he dicho en una entrevista que me da pena la baja autoestima que tenemos los españoles de nuestro trabajo, porque salimos del cine y decimos: 'Qué buena es esta película para ser española'. O 'es tan buena que parece americana'. Eso es lo que dije. Pero un periodista puso: "Karra Elejalde dice que los españoles tienen baja autoestima". Y ya en las redes salen otros diciendo: ¿Y los vascos? ¿Y los catalanes? ¿Esos no te dan pena? Así que hay que andar con cuidado, porque nosotros mismos nos estamos coartando por no ofender a lo demás.
P.– Eres un actor muy político. Ahora estrenas Llegaron de noche. Estuviste en También la lluvia y en Mientras dure la guerra. ¿Te gusta tocar temas polémicos?
R.– Una vez, rodando La higuera de los bastardos en Getxo, Bilbao, había mucha bandera española e íbamos todos vestidos de falangistas. La gente empezó a gritarnos, se encabronaron. ¡Coño, que es una película que habla de la guerra! Te puede tocar participar en una película e interpretar un personaje que no está en sintonía conmigo y no pasa nada, pero si yo veo que un guion tiene tintes racistas, xenófobos o machistas simplemente no lo hago. Si un proyecto, ideológicamente, me es próximo, miel sobre orejas. En estos casos me sentí identificado, pero por ejemplo en Mientras dure la guerra podría haber sido Millán Astray sin problema.
P.– Pero más allá de eso, ¿crees que el cine debe tener ese componente político o de concienciación?
R.– No debe y puede ser. El cine social y político, como el de León de Aranoa o el de Icíar Bollaín, necesita cabida. Sintonizo ideológicamente con ese cine, pero no significa que yo quiera hacer sólo eso. El cine y la comedia son subversores. Y son grandes embajadores de lo que es un país. Todos conocemos Nueva York de tanto verlo en el cine.
P.– ¿Qué película define mejor a España?
R.– España ha pasado por muchas épocas, pero yo soy un enamorado de Los santos inocentes de Mario Camus. Define perfectamente lo que había sido España.
P.– Antes mencionabas la autocensura. ¿Le estamos poniendo coto al humor?
R.– Sí. Yo no me he autocensurado nunca, pero me lo han hecho. Te cuento un caso tonto, pero no digo la película. Yo decía una frase: 'Oye, ya te ha llegado el cargo de los 6.000 de la transferencia a la transexual. Y en el ensayo dije: 'Oye, ya te han clavao 6.000 euracos por lo de la transa a la trans'. Y de repente hubo un silencio. No estoy llamando transferencia a un transexual, evidentemente, pero alguien dijo que la gente del colectivo LGTBI podría sentirse ofendida. Coño, es un chiste. Y yo encima hago de tío que es un caspa, un trasnochao, así que está en sintonía con mi personaje. Pero lo quitaron. ¿No es un poco demasiado? Y ojo, que no quiero que como sustrato de lo que digo quede que me parece excesivo lo que se hace por el colectivo LGTBI, porque a mí me parece estupendo.
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P.– Leí en una entrevista que de joven querías ser cura. ¿Sientes aún esa afinidad por lo divino?
R.– Cuando era niño quería ser cura o pelotari. Pelotari estuve a punto. Y jugaba bien. De lo otro... a mi colegio venían padres jesuitas, franciscanos o maristas, yo qué sé. ¡Eran captadores! Tú estudiabas en una orden religiosa y te decían: 'Mirad cómo trabajamos en el Orinoco, ahí van todos desnudos, mirad los niños cómo se divierten'. Querían captarme para ser misionero, y a mí me pareció una aventura maravillosa. Los países que te enseñaban, cómo eran las gentes, hacer el bien y servir para algo. Si hoy me preguntas si quiero ser misionero te diría: 'Quítales las sandalias y las túnicas y dales una Visa Oro del Vaticano a todos'. Así si se podría ir creando apostolado por el mundo. Le dije a mi madre lo de ser cura y ella me dijo que ni loco.
P.– Vamos, que de la etapa de monaguillo te queda poco.
R.– Los vascos hemos sido muy apegados a la religión. También en mi pueblo de Guipúzcoa, Las Salinas de Léniz... Supongo que eso tendría que ver. Pero de todo se cura uno. Yo tengo 61 tacos. Recuerda que en el año 68 se rezaba el Padre Nuestro y se cantaba el Cara al Sol con la mano arriba. Las revistas eran de humor negro. Muchas eran católicas. Existía El jabato, El capitán Trueno, pero todo tenía la retórica esa de 'Malditos infieles, desdichados'.
P.– ¿En qué crees entonces?
R.– Soy creyente en muchas cosas, pero yo no le pongo el nombre de Dios. Además, si participara de alguna secta no sería la católica. Creo en el planeta. Es un ente vivo. Y si le tocamos los huevos se sacude las pulgas. Deberíamos actuar como detectives. ¿Quién gana con esto? 'Ese es el culpable. Esta señora ha muerto', dice uno. 'Joder, ella tesificó el miércoles contra un tal Humberto Fonseca'. Pues a por él. Como el Covid: puede ser de laboratorio, pero la naturaleza se sabe sacudir sus propias pulgas. Y no hay bicho más malo que nosotros en el planeta, ni mineral, vegetal o animal. ¿Quién ha ganado con el Covid? La naturaleza. Tantos meses sin coches, aviones, gasolina ni emisiones. Seamos detectives. En eso creo. En la vida. Creo que nos estamos cargando el planeta. Creo en la naturaleza. En Gaia.
P.– ¡Eres un existencialista, como Unamuno!
R.– Me muevo entre el existencialismo y el determinismo. Y reniego de muchas cosas. Pero me da miedo hablar si no las cuentas enteras porque se suelen sacar de contexto. A nosotros nadie nos dice nada cuando venimos a este mundo. No sabemos lo que hay que hacer. Unos te dan Diez Mandamientos; otros te inculcan que digas 'Om'. Pero nadie te dice a qué has venido, cuál es tu misión, si esta profesión que te ha elegido a ti está bien o si lo estás haciendo mal. Cuando vas a recepción no hay nadie. ¿Por qué no tenemos más información? Me desespera no saber de dónde vengo ni cómo acaba esto. Me desespera no saber si cuando te mueres haberlo hecho bien o mal da puntos o resta, aunque no creo que descubrirlo cambiara mi modo de enfrentarme a la gente o a la vida. También me desespera tener que morir y ver morir a tus seres queridos. Pero lo que más me desespera, y por eso creo que hasta podríamos ser un cultivo, es que nadie nos da una información trascendental y real sobre la vida. Tenemos una enorme ignorancia sobre el mundo. El pescado azul es bueno, ahora es mejor el blanco, luego el aceite de oliva... ¡No sabemos nada!
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P.– Pero precisamente en esa incertidumbre reside la magia de la vida.
R.– Es una magia o una mierda. Ahora dicen que los romanos no vivían más de 40 años porque bebían vino en vasijas de cobre y eso creaba un veneno que los mataba. ¿Y qué dirán del microondas? 'Oye tú, que el yogur era horrible. ¡La diñaban todos por comer griego!'. Si es que no tenemos ni puta idea.
P.– El arte, quizás, es una forma de acercarse a esas preguntas.
R.– ¡El arte es morirte de frío! (risas). Es la necesidad de comunicar y empatizar para generar una mejor vida. Un mejor tránsito por aquí. Si lo sabes disfrutar, es un acompañante perfecto. El Covid ha venido a demostrar que sin pelis, series ni libros te caerías de maduro apegado a una florescente, daríamos vueltas sobre nosotros mismos o aprenderíamos lo que es la meditación trascendental. Si no tienes un boli y un papel, una televisión que ver, unos textos que leer, la vida es mucho menos llevadera.
P.– ¿Por eso decidiste ser actor? ¿Para evitar que la gente se vuelva loca?
R.– No decidí serlo. Es una profesión que me eligió a mí. Yo quería ser pintor. Me encantaba. Estaba en estudios de amigos pintores. Me decían que pintara más, porque cuando pintaba estaba callado. A mí me encontró el teatro, estando en la mili con Toño Sampedro. Se conoce que era ingenioso haciendo chistes, así que me pidieron que entrara en La Farándula. Yo nunca estudié interpretación. Nunca fui a West Point, soy chusquero. Me hice actor haciendo. Una vez el actor se enfrenta a la praxis se acabaron todas las teorías.
P.– Si el cine te abandonase, ¿a dónde volverías?
R.– Pintando, esculpiendo, escribiendo, haciendo radio.
P.– ¿Nos falta creatividad e imaginación en nuestra industria?
R.– Falta imaginación en la vida. Hasta en una pareja que lleva dos años viviendo juntos. La falta de imaginación es que el cerebro se relaja. Que seguimos dejando de abonarlo. Hay a quien le falta y le sobra. En el cine no lo sé. Si fuese político haría políticas con otra imaginación. Siempre busco otras vías. El cerebro siempre opta por las soluciones más fáciles, pero ¿por qué cien metros lisos? Ponle otras vallas y tenemos otro deporte.
P.– Porque si fueses político... ¿Qué harías?
R.– Tratar de ser más imaginativo y echar más del humor. Me faltan políticos que me hagan reír. Duraría dos semanas, pero por lo menos nos echaríamos unas carcajadas. Ya no quedan políticos como los de aquel entonces, y me da igual si fuera Carrillo o Fraga. Eran otra cosa. Vivimos tiempos de poca imaginación, sí, pero a mí el modo de hacer política de ahora... Cuesta mucho menos soplar un castillo de naipes que de montarlo, y a mí ese tipo de hacer política no me gusta.