Como hace un siglo, California ha conocido una de las más largas y duras sequías que se recuerdan. Y también igual que entonces, enero ha traído unas fuertes lluvias que, más que solucionar, añaden nuevos problemas a una tierra agostada de una manera que amenaza con convertirse en crónica.
Claro que también hay diferencias. La más importante es que, mientras las precipitaciones de 2016 han sido relacionadas con el fenómeno de El Niño, en 1916 tuvieron, para los habitantes de San Diego, un culpable muy definido: un ex vendedor de máquinas de coser, nacido en el seno de una familia cuáquera, llamado Charles Mallory Hatfield.
Hatfield fue uno más de los que sucumbieron a una de las muchas modas pseudocientíficas que hicieron fortuna entre los siglos XIX y XX, la de la nueva encarnación de los rainmakers ("hacedores de lluvia"), actualización de los zahoríes tradicionales. En 1871, Edward Powers publicó La ciencia de la pluvicultura, donde afirmaba que, al final de muchas de las batallas de la Guerra de la Secesión, era habitual que sobrevinieran grandes precipitaciones. El estado de Texas llegó a gastarse 20.000 dólares de la época en replicar grandes bombardeos y explosiones para comprobar si esa teoría era acertada, sin resultados concluyentes.
Eso no fue impedimento para que una legión de rainmakers hicieran su aparición por todo Estados Unidos. Pero ninguno con tanta fama como Hatfield, quien había ido experimentando en su granja familiar hasta dar con la que él consideraba mezcla perfecta de elementos químicos que, al ser liberados en la atmósfera, eran capaces de concentrar la humedad en el aire, y por tanto lluvia. Y aunque ya se ganaba un buen sueldo como comercial, poco a poco, y junto con su hermano, comenzó a atender a peticiones de pequeñas localidades que buscaban aliviar los rigores meteorológicos.
Su bautizo coincidió con la contratación de un manager, Fred Binney, quien se encargó de difundir que, en 1904, Hatfield había conseguido producir lluvia para los rancheros de la zona de Los Ángeles. A partir de ese momento, no le faltaron encargos desde todos los rincones del país, con resultado desigual, pero Binney se encargaba de silenciar los fracasos con los éxitos.
Así, no es extraño que, cuando la ciudad de San Diego enfrentaba a finales de 1915 otro año más sin lluvia que se sumaba a la sequía más larga jamás registrada hasta entonces, las autoridades llegaran a un acuerdo con el rainmaker. La ciudad había cuadruplicado en poco tiempo su población, y su principal embalse, el del lago Morena, estaba prácticamente seco. El encargo, verbal y señalado por un apretón de manos, se concretó en 10.000 dólares si era capaz de llenarlo, después de que Hatfield ofreciera varias posibilidades de pago, incluida una tarifa por pulgada de lluvia caída.
El 1 de enero, junto con su hermano, comenzó la construcción de varias torres cerca del embalse, y algunos testigos afirmaron poco después haber visto columnas de humo elevándose desde ellas. El 5, comenzó a llover copiosamente, pero la intensidad no hizo más que aumentar día a día. Los ríos se desbordaron e inundaron kilómetros de terreno, las carreteras y el ferrocarril quedaron cortados, y la comunicación telegráfica y telefónica cesó por completo. Sin embargo, aún quedaba lo peor: tras un breve parón, el 20 las lluvias volvieron con aún más fuerza, y el 27 otro embalse, el de Lower Otay, reventó, lo que provocó una catastrófica riada que ocasionó más de veinte muertes e incalculables daños materiales.
En cuanto el tiempo lo permitió, Hatfield y su hermano se dirigieron de incógnito al ayuntamiento de San Diego para reclamar su pago. Indignadas, las autoridades se negaron, argumentando que no había un contrato escrito. Hatfield amenazó con demandar a la ciudad, pero ésta contestó diciendo que, si se consideraba responsable de las lluvias, también lo era entonces de los costes de reconstrucción, cifrados en 3,5 millones de dólares de la época. El rainmaker replicó que él sólo respondía de los primeros 4.000 millones de galones de lluvia, y que el resto (hasta 10.000) había venido por su cuenta. Comenzó entonces un rocambolesco proceso judicial, que sólo terminó en 1938, cuando dos tribunales sentenciaron que la riada fue "obra de Dios". Ante la imposibilidad de demandar al Todopoderoso, el caso se quedó ahí.
A pesar de ese desastre, Hatfield continuó durante años prestando sus servicios en Estados Unidos y Centroamérica. Paradójicamente, la Gran Depresión, a pesar de sus sequías continuadas, acabó con el negocio, y Hatfield volvió a sus máquinas de coser. Tuvo una efímera vuelta a la fama cuando, en 1956, acudió al estreno de una película inspirada en su vida protagonizada por Burt Lancaster y Katharine Hepburn. Murió dos años después, llevándose a su tumba la composición exacta de las sustancias que liberaba en la atmósfera.