En el siglo XIX, un joven nacido en el seno de una familia pobre, quizá llegado a Nueva York como inmigrante, podía alimentar ambiciones de riqueza y de estatus. Una chica pobre con semejantes ambiciones normalmente sólo tenía un camino: la prostitución.
Las jóvenes se convertían en prostitutas de diferentes maneras y por distintas razones. La prostitución se asociaba a las posiciones más bajas en el teatro; era uno de los pocos medios de los que disponían las mujeres de clase baja para conocer a hombres de una posición superior; parecía una manera de evitar el fastidioso trabajo doméstico o las fábricas explotadoras; alimentaba la ilusión de permitir a las mujeres el emprendimiento independiente; estaba relacionada con las manifestaciones exteriores de una vida mejor, como las joyas y la ropa sofisticada; se asociaba en el imaginario popular con el terreno del esparcimiento, con la búsqueda del placer.
Dado que Nueva York era una ciudad portuaria, la prostitución probablemente estuvo ahí desde el principio, en las bodegas de los muelles y en las pensiones para marineros, y en los salones de baile y en los colmados que surgieron alrededor de Collect Pond y luego de Five Points.
Cuando los primeros reporteros hablan de "inmoralidad", como en la inmoralidad de las habitaciones compartidas, están usando un eufemismo de prostitución, ya que las menciones explícitas eran un tabú en la prensa respetable; asumían que las formas de convivencia poco convencionales eran el producto o el semillero de la prostitución.
Las resistencias a mencionar la prostitución y a abordarla desde una dimensión social y económica, que en algunos sectores perduraron durante ese siglo y hasta el siguiente, intranquilizaron mucho a la gente. La veían en todos lados. Y estaba en todos lados. Pero no por las razones que imaginaban ni en las formas que creían.
Es revelador, por ejemplo, que en esta época, cuando la prostitución podía verse en cualquier lado y estaba en boca de todos, nadie pareciese ver, o al menos comentarlo por escrito, el comercio sexual inherente al fenómeno de las vendedoras de maíz.
Cuando menos en sentido figurado, eran las niñas y no el maíz lo que estaba a la venta. Como en la prostitución literal, el sustento de las niñas dependía de su juventud, de su atractivo y de su condición novedosa; entregaban sus ganancias a su patrocinador; deambulaban por la calle ante hombres de una clase social superior. Pero las vendedoras de maíz podían ser idealizadas, y por eso mantenerse libres de mancha. Representaban la promesa del sexo sin su consumación.
Rezar entre prostitutas
Antes de la Guerra de Secesión, los burdeles –llamados bagnios, disorderly houses o free-and-easys– se limitaban en su mayoría al muelle y a los arrabales, a las calles Cherry y Water, a Five Points y al Bowery. Los salones de baile, en cambio, eran establecimientos multiusos en esos mismos distritos que reunían bajo el mismo techo un saloon, un hotel y un burdel, con servicios, clientes y empleados que coincidían en parte.
El local más famoso y prominente de este tipo fue el de John Allen, en el número 304 de la calle Water. Allen venía de una familia de teólogos; dos de sus hermanos eran ministros presbíteros, y un tercero era predicador bautista. Él mismo había sido estudiante de teología en el Union Theological Seminary, pero de algún modo dio un giro a su carrera, y abrió un prostíbulo con su esposa alrededor de 1850.
El sitio, pese a que contaba con una clientela de marineros a quienes trataban casi como lo hacían sus violentos reclutadores, tenía una apariencia ostentosa, y se dice que proporcionó a sus dueños unos 100 000 dólares en una década. El personal estaba compuesto por veinte mujeres con corpiños negros de satén, faldas y medias de color escarlata, y botas con el borde rojo y adornadas con pequeñas campanas.
La casa contaba además con una baza extra que le añadía picante: Allen había decorado sus instalaciones con motivos religiosos. Tres días a la semana, justo a mediodía, antes de abrir el negocio, llevaba a las prostitutas y a los camareros a una lectura de la biblia, e incluso en su horario de apertura algunas veces reunía a sus empleados y los dirigía en el canto de unos himnos procedentes de una colección llamada The Little Wanderers’ Friend.
Las cabinas de este bagnio incluían biblias; las mesas del saloon tenían periódicos cristianos y revistas devotas; las paredes estaban decoradas con estampas religiosas; en ocasiones especiales, Allen regalaba Nuevos Testamentos a sus clientes. Nada de esto impedía que la prensa popular calificara a Allen como el "hombre más perverso de Nueva York".
La afición de Allen por lo sagrado desató su caída. En mayo de 1868 un clérigo llamado A. C. Arnold, dueño de la cercana misión Howard, visitó la casa de Allen y lo encontró como una cuba. Se aprovechó de la situación para convencerlo de que le dejara hacer reuniones para rezar en su local. Los servicios religiosos, al principio, eran una novedad graciosa para los clientes, pero pronto se cansaron y se fueron alejando.
En agosto, Arnold y otros predicadores anunciaron que el garito quedaba clausurado, que las Marías Magdalenas de Allen estaban disponibles para su contratación como empleadas domésticas en hogares cristianos, y que Allen se había convertido y reformado.
Mientras, los ministros empezaron a tener el mismo efecto mágico en otros locales del barrio, incluido el Rat Pit de Kit Burns. Durante un tiempo estos sitios atrajeron a los devotos de la ciudad, que acudían para escuchar el servicio religioso y de paso para admirar las huellas restantes del libertinaje (los reporteros que acudieron a las reuniones en el tugurio de Burns repararon en la pestilencia que emanaba de los cadáveres de perros y ratas enterrados en la tierra bajo la gradería).
Al final, el New York Times publicó una exclusiva en la que revelaba que la milagrosa reforma era un fraude, que los clérigos pagaban 350 dólares mensuales a Allen por el privilegio de convertir tanto a su local como a él mismo, y que se repartía un soborno similar al resto de propietarios, incluidos unos 150 dólares mensuales a Burns.
Además, se decía que los feligreses reunidos en aquellos servicios eran miembros respetables de la clase media, y que no había ningún vicioso –más allá de los dueños–, el tipo de seres descarriados que eran el objetivo de la reforma. Sin duda suena plausible, aunque la pregunta sigue siendo si 350 dólares mensuales eran suficientes para que Allen compensara la pérdida del negocio, o los 150 dólares para Burns. Quizá la zona había empezado su declive y vieron en esta treta publicitaria la única posibilidad de mantenerse en el negocio, aunque fuera por un tiempo breve.
En cualquier caso, el reportaje del Times tuvo el efecto de alejar a los predicadores, pero sin que volvieran los viejos clientes, así que Allen se quedó sin recursos. En diciembre del mismo año, su mujer y algunas de las chicas fueron acusadas de robar 15 dólares a un marinero. La última declaración pública de Allen antes de perderse en la oscuridad fue que le habían tendido una trampa.
La mancha se extiende
Inmediatamente después de la Guerra de Secesión, la complexión moral de la ciudad cambió, y quizá ésa fue la verdadera explicación para los problemas de Allen: la prostitución se había extendido por toda la ciudad.
Los burdeles, ahora identificados por luces rojas en su entrada, brotaron con rapidez en las calles laterales del oeste de Broadway, en lo que entonces era la parte media de la ciudad, y pronto lo hicieron a lo largo del Tenderloin. En el distrito de Broadway había una progresión en precio y calidad conforme uno avanzaba hacia el norte, de las casas cercanas a la calle Canal, que atendían a marineros, a los lujosos establecimientos de Clinton Place (ahora llamada calle 8). Todos ellos, al margen de su estilo y su precio, eran esencialmente iguales: casas residenciales de ladrillo rojo, con nombres pintados en blanco sobre la puerta: the Gem, the Forget-Me-Not, Sinbad the Sailor, the Black Crook.
Las más elegantes, llamadas parlor houses, se distinguían por una atmósfera decorosa en sus salones, donde el licor se vendía y se consumía con control y sofisticación, y en las que un pianista, siempre llamado el Profesor, ponía la nota cultural. Flora’s y Lizzie’s se encontraban entre los locales más caros y famosos; el de Josephine Woods, en Clinton Place, entre Broadway y University, vendía botellas de champán por el entonces exorbitante precio de ocho dólares y era célebre por su fiesta anual de la gallina ciega, que se hacía la víspera de Año Nuevo, y porque abría todo el día de Año Nuevo.
Aún más elegante, en la calle 25, cerca de la Séptima Avenida, era Seven Sisters’ Row, donde siete mujeres procedentes de un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra y que decían ser hermanas –aunque también se comentaba que habían tomado su nombre de la revista musical de Laura Keane de 1860– dirigían siete locales adyacentes. Eran casas muy pulcras y caras, con salones donde las jóvenes, tan bien educadas como si hubieran crecido en un convento, que en cierto sentido lo habían hecho, tocaban la guitarra y practicaban el refinado arte de la conversación.
Atraían a clientes enviando invitaciones impresas a empresarios importantes que se alojaban en hoteles de la Quinta Avenida. Algunas noches sólo se admitía a los clientes que vistieran con traje de noche y llevaran un ramo de flores para las muchachas. Las ganancias de la Nochebuena se donaban a la caridad, y este hecho recibía mucha atención de la prensa.
Mientras tanto, en los estratos más bajos, un fenómeno curioso, que por lo menos duró 30 años, era el cigar store battery. En apariencia los locales eran estancos, pero un cliente no iniciado encontraría nada más entrar un surtido muy pobre de puros y a una tendera, generalmente mujer, que no mostraba mucho interés en venderlos. El cliente intencional, en cambio, sería conducido al burdel de la parte trasera o del piso superior. Estos negocios crecieron cerca de la calle Canal, sobre todo en la calle Greene, abrían durante el día, y la hora pico era la de la comida. No lejos de ahí estaban los salones de conciertos, con una clientela mayoritaria de marineros.
El primero de estos, el Melodeon, se inauguró en Broadway en 1860, y pronto aparecieron docenas, muchos con nombres como el Sailor’s Welcome Home, el Sailor’s Retreat, el Jolly Tar, el Flowing Sea Inn. Las empleadas femeninas, a veces en atuendos turcos, con pantalones harén, eran lo que ahora se conoce como alternadoras. Ocupaban casi todo su tiempo animando a los clientes a beber, por lo que recibían un tercio de los desorbitados precios, cinco dólares por una botella de vino, por ejemplo, y si querían llevar su interacción más allá, lo tenían que hacer fuera de las instalaciones y en su tiempo libre.
Más abajo en la escala estaban las prostitutas de calle, o las cruisers, que entonces solían trabajar en los parques (Washington Square, Union Square, Madison Square), pero que gradualmente se mudaron a las esquinas, y con el tiempo a Broadway. Y al mismo tiempo, ahí estaba el Tenderloin, donde podía encontrarse cualquier cosa.
El obispo metodista
En un discurso de 1866 en Cooper Union, el obispo metodista Matthew Simpson se quejó de que las prostitutas eran igual de numerosas en la ciudad que los metodistas. Un poco más tarde, en un sermón en la St. Paul’s Methodist Episcopal Church, mencionó cifras. Declaró que había 20.000 prostitutas: el equivalente a una cuadragésima parte de la población de la ciudad.
Las cifras causaron sensación cuando se recogieron en la prensa, pero la policía insistía en que eran una exageración. Según ellos, había apenas 2.670 prostitutas (o quizá 3.300, porque los informes diferían), 621 lupanares y 99 casas de citas.
A juzgar por los relatos de la época, esas cifras podían servir para ilustrar únicamente la situación en el Tenderloin. En las manzanas entre las calles 24 y 40, y entre las avenidas Quinta y Séptima —la zona conocida como Satan’s Circus—, se apiñaban abundantes y variadas encarnaciones del comercio del sexo, entre otras instituciones del vicio (en 1885 se estimaba que la mitad de los edificios de la zona se dedicaban a algún tipo de inmoralidad). En esta área, donde el territorio se dividía minuciosamente en especialidades –en la calle 28, por ejemplo, estaban las casas de apuestas de alto nivel, y en la calle 27, las salas de billar con apuestas–, las calles reservadas para los burdeles eran la 24, 25, 32 y 35, y eso sin contar las casas de citas que aparecían en cualquier lado. Los locales iban, en cuestión de estilo, desde las casas de las siete hermanas hasta los lugares donde el sexo era secundario y el robo era lo principal.
Estaban también las panel houses, por ejemplo, donde, una vez que el cliente estaba a lo suyo en alguna cama, un empleado de la casa, conocido como «enredadera», salía silenciosamente a través de un panel desmontable en la pared e iba directo a los bolsillos de los pantalones que apropiadamente colgaban de una silla cercana.
Todavía más sofisticado era el badger game. El gánster Shang Draper, por ejemplo, tenía un saloon en la Sexta Avenida con la calle 29 donde los clientes se emborrachaban por voluntad propia o a causa de su inocencia. Cuando un cliente estaba suficientemente alcoholizado, una de las 40 empleadas le atraía hacia un burdel en Prince y Wooster. Cerca del momento culminante de su encuentro con la chica, un hombre enfurecido derribaba la puerta. Era, según decía, el marido de la mujer.
Enfurecido por lo evidente del adulterio, amenazaba con dejar al cliente inconsciente, con matarlo, con llevarlo ante el juez. Pero quizá, dejaba entrever, podía apaciguarse a cambio de retribución monetaria significativa.
Escenas idénticas sucedían al mismo tiempo en cada uno de los cuartos del local. Otra de las casas de Draper empleaba a niñas de entre nueve y 14 años. En esta variante, eran los padres de la niña quienes entraban: la madre golpeaba tan fuerte a la niña en la cara que acababa sangrando por la nariz y el padre extorsionaba al incauto. Se calcula que cada mes caían en este engaño unos 100 hombres.
Quizá la campeona de este embuste fue una tipa del Tenderloin llamada Kate Phillips, quien en una noche engatusó a un comerciante de café y té de St. Louis. En el calor de su abrazo apareció un «policía», que «arrestó» al comerciante y lo llevó a un tribunal, donde un juez lo multó con 15 000 dólares por adulterio. Kate, de acuerdo con los relatos, recibió el dinero y nunca más se supo del hombre.
La demanda de chicas nuevas por parte de los dueños de los burdeles era tal que el negocio de las captadoras de mujeres se convirtió en algo muy lucrativo. En la década de 1870 las figuras más importantes en este campo eran Red Light Lizzie y Hester Jane Haskins (conocida como Jane the Grabber). Cada una de ellas controlaba a un grupo de cadetes que salía a los arrabales y al campo para seducir y engatusar a jóvenes y reclutarlas para el negocio de la prostitución en Nueva York.
Ambas mujeres regentaban lupanares, además de abastecer de trabajadoras a los demás, y tenían la reputación de conseguir únicamente hijas de buenas familias. Las procuradoras también reclutaban a menudo a niñas muy jóvenes, que vendían a personas que las empleaban vendiendo flores en los hoteles y en las avenidas. Otras niñas preadolescentes se acercaban a los hombres en la calle y les pedían un centavo. Y lo que es más, había locales en las calles cercanas al Bowery y a Chatham Square especializados en niñas, a las que tenían secuestradas en las trastiendas.
La doble moral
Estas prácticas prosperaron durante el momento álgido de la moral victoriana, cuando cualquier indicio de obscenidad, por muy remoto y abstracto que fuese, en la literatura, en el vestuario y en los escenarios se condenaba enérgicamente desde los púlpitos y desde la prensa.
Los mismos periódicos que podían denunciar lo insinuante de los bailes de Lola Montez llevaban en sus páginas de anuncios por palabras, discretamente codificados, anuncios de casas de citas, de prostitutas independientes que se habían establecido en hoteles residenciales y de abortistas.
El aborto se consideraba algo inaceptable en la buena sociedad, que, paradójicamente, se encontraba relativamente a salvo y resguardada. Todo esto cambió en algún momento de la década de 1870, cuando la reputación de una abortista, madame Restell, fue conocida por todo el mundo. Nacida alrededor de 1820 como Ann Trow, emigró desde Inglaterra a Nueva York, y a sus 16 años se casó con un falso médico, el doctor Charles Loham, de quien aprendió los rudimentos de la medicina.
En 1850 ella regentaba su propio consultorio abortista, que promocionaba en los anuncios por palabras, en los cuales se mostraba como una "maestra de asistencia en el parto", ofrecía "pastillas francesas infalibles para mujeres" y garantizaba "una cura en una sola consulta". Empezó a llamarse a sí misma Madame Restell por la creencia popular de que en las cuestiones íntimas nadie sabía más que los franceses. Fue lo suficientemente astuta como para relacionarse con personalidades de [la organización política] Tammany Hall, a quienes pagaba un tributo.
Pronto estaba cobrando de 500 a 1000 dólares por consulta, especializándose en las amantes de los hombres prominentes, quienes le pagaban una cuota fija para que atendiese a sus cambiantes parejas sexuales. Su consultorio estaba tan afianzado como para adquirir una casa de cuatro plantas en la Quinta Avenida con la calle 52 (al haber presentado una oferta mejor que el arzobispo católico John Hughes, que la quería para convertirla en su residencia episcopal).
Mientras, mantenía sus oficinas en el distrito financiero de la intersección de Chambers y Greenwich. En algún momento, se filtró la existencia de su negocio y se rumoreó que había sido acusada de asesinato, pero que había aplacado la demanda con 100.000 dólares en sobornos.
Se informó de que los niños pequeños empezaron a correr al lado de su carruaje mientras se dirigía de su casa a su oficina, y le gritaban: "¡Oye! ¡Tu casa está construida sobre cráneos de bebés!", y empezaron a llamarla, igual que sus padres, "Madame Asesina".
Al final fue arrestada en 1878 por Anthony Comstock, el omnipresente y autónomo cruzado antivicio, que posiblemente había filtrado los primeros rumores, y que se había presentado en su consultorio fingiendo ser un esposo preocupado. Más adelante dijo que ella, de camino hacia la corte municipal de Jefferson Market, le había ofrecido un soborno de 40.000 dólares. Fue encarcelada en Las Tumbas, pero salió bajo fianza, regresó a su casa, se preparó un baño y se cortó el cuello.
James Gordon Bennett, el honrado editor del New York Herald, anunció que publicaría la lista de sus clientes en el periódico. Esto provocó un considerable pánico entre la gente de alcurnia y, sin mucha sorpresa, las listas desaparecieron antes de que pudieran imprimirse.
Después de aquello, el negocio del aborto pasó a ser más clandestino y se convirtió en algo mucho más peligroso para los implicados; en la década de 1890, se informó de que las mujeres habían recurrido al uso de calisaya, un extracto de la quinina disponible comercialmente, porque supuestamente tenía propiedades abortivas.
A comienzos de la década de 1880, el epicentro del entretenimiento sexual se había desplazado desde el burdel hacia un tipo de establecimiento que mezclaba el saloon y el salón de baile, y que invariablemente incluía cubículos privados y cortinados donde los clientes podían recibir la visita de las bailarinas y las camareras.
Es posible hacerse una idea clara de los distritos sórdidos de la ciudad en 1890 a partir de una curiosa publicación llamada Vices of a Big City, que vio la luz bajo los auspicios de la New York Press.
Como el libro de Howe y Hummel, este panfleto aparenta ser una advertencia, un índice de las áreas que evitar o redimir. Pero en realidad es claramente un vademécum para visitantes en busca de acción. Sus listados de burdeles, salones de conciertos, salones de baile y otros antros similares son exhaustivos y están extraordinariamente detallados. Las listas se organizan geográficamente y por especialidad.
En el número 207 del Bowery se encontraba, por ejemplo, el salón de conciertos de Bertrand Myer: "El local se llena cada noche con mujeres que fuman cigarrillos y beben ginebra". Existen los «antros de ron» en la calle Baxter, las "casas de citas" de la calle Canal y Slide, de Frank Stephenson, en el número 157 de Bleecker, que se describe como el "sitio más bajo y desagradable. El lugar se llena cada noche con entre 100 y 300 personas, la mayoría hombres, pero indignos de llamarse así. Son afeminados, corruptos y adictos a vicios inhumanos y antinaturales".
El turista homosexual de la época no debía de tomarse muy a pecho esa retórica. El más raro de los locales listados era el saloon de Catherine Vogt, en la calle 4 Oeste con la calle Thompson, con una clientela consistente casi por completo en mujeres maduras, de todas las razas y "degradadas", por lo que quizá era un local para prostitutas retiradas. Al final hay un capítulo que pretende describir el "éxito de la cruzada", el cual fue útil para poner sobre aviso a los clientes potenciales de los locales que ya habían cerrado. Lo más valioso de esta guía es que su afán reformista le lleva a representar, guste o no guste, todas las opciones y todos los grados del vicio, sin favoritismos.
El opio entra en el burdel
Unos años más tarde, las cosas se pusieron peor.
La adicción al opio se extendió entre las prostitutas, con resultados devastadores; en 1894, los esfuerzos del Comité Lexow llevaron a muchas mujeres a la cárcel con sentencias importantes, y las prisiones se llenaron de prostitutas con síndrome de abstinencia. Emma Goldman, que entonces era la reclusa encargada de la enfermería en la isla Blackwell, apuntó en sus memorias que casi todas las prostitutas que llegaban allí lo sufrían.
Unos cuantos años más tarde, la Ley Raines, que permitió a docenas de antros servir licor los domingos siempre que se presentaran como hoteles, también obligó al cierre de muchos burdeles. O no a cerrar exactamente sino a transformarlos en casas cuyas internas tenían que ofrecerse en las calles, bajo cualquier clima y llevarse a los clientes a lo que había sido el burdel para convencerlos de que se tomaran una copa de la que se llevarían una comisión. A las chicas no se les permitía subir a las habitaciones hasta que el cliente estaba completamente borracho.
Frente a estos estándares, el vicio que dominó el Tenderloin y el Bowery una década antes parecía positivamente arcádico. La prostitución callejera, la adicción a las drogas, el incontenible protagonismo de los proxenetas, los sobornos crecientes y su persecución y las sentencias de cárcel en nombre del reformismo se convirtieron en los principales caballos de batalla para las prostitutas en las décadas siguientes.
La prohibición, que relajó algunos de los valores morales, no les hizo la vida más sencilla, ya que supuso la llegada de sindicatos nuevos y más grandes que controlaban el negocio del sexo de una forma tan criminal e impersonal como lo hacían con el licor y el juego.
Luc Sante es un escritor belga afincado en el estado de Nueva York. Este texto es un extracto de su libro 'Bajos fondos', publicado en español por la editorial Libros del KO. En su página lo puedes comprar.