Un Sócrates en pijama: por qué Madrid le debe una calle a George Santayana
Ateo y profesor en Harvard, el escritor es un símbolo de la tercera España. Manuela Carmena debería darle un reconocimiento.
28 febrero, 2016 03:27Noticias relacionadas
Cuando el novelista Gore Vidal fue a visitarlo al convento romano de las Monjas Azules, se lo encontró recostado en una chaise-longue de hierro. A su lado descansaba un grueso tomo de Historia cuyas hojas iba arrancando para leerlas de una en una. La rápida mente del anciano, que lucía una bata negra bajo la que asomaba una camisilla de franela, le hizo sentir en presencia de un sabio de la Antigüedad. Fue, para Vidal, uno de esos encuentros que imprimen carácter. Esa misma tarde, anotó en su diario que había estado con el mismísimo "Sócrates en pijama".
Pocos en España saben quién fue George Santayana (1863-1952). Cuando Estados Unidos le otorgaba reconocimientos y parabienes (llegó a ser portada de la revista Time), su país natal se encargaba de soslayar su incómoda figura. Nadie es profeta en su tierra. A juicio de Ramón J. Sénder, que no dudó en incluirlo en la Generación del 98, era mejor novelista que Baroja, como poeta rayaba a la altura de Machado y en filosofía no lo superaba nadie. Pero el régimen franquista no veía en él más que un exiliado, un ateo y un homosexual.
Quien visite el cementerio romano de Campo Verano, podrá leer en su lápida "Jorge Ruiz de Santayana". Adoptó su pen name cuando empezó a impartir clases en Harvard y lo mantuvo durante seis décadas. Sólo en el lecho de muerte recuperó su nombre de pila.
Fascinado por la religión
Nacido en el número 69 de la madrileña calle de San Bernardo, vivió cuatro décadas en Massachusetts y otras cuatro a lo largo y ancho de Europa. Se crió en Ávila, y entre ermitas deslucidas y estepas grises se descubrió extemporáneo y triste. La familia había recalado allí por casualidad: la ciudad era barata y estaba bien comunicada, aunque a suficiente distancia de la capital. Contaba seis años cuando descubrió, en una procesión del Corpus Christi, su fascinación por el misterio teológico de una religión en que nunca llegó a creer. Ni los grotescos gigantones ni la tarasca de cartón le impresionaron lo más mínimo. Quedó deslumbrado por las vestiduras y los estandartes, en que refulgía el paganismo estival del solsticio, y también por la pureza candorosa y casi medieval de los cofrades.
Fue un jovencito solitario en la Boston Latin School, donde los chicos de buena familia se preparaban para la universidad. Nada más franquear el viejo caserón de ladrillo rojo en Bedford Street, en cuyo interior se retorcía una destartalada escalera de madera, supo que "en los mejores colegios casi todo el tiempo es tiempo perdido", tal y como recuerda en su autobiografía.
En Harvard fue una gallina en corral ajeno. Languidecía en las reuniones de claustro, eludía los requerimientos administrativos, menospreciaba a las vacas sagradas. El bajo nivel de los alumnos le deprimía. Se sentía un pastor dirigiendo una recua de mulas y la santurronería americana le ofuscaba. Sin embargo, de entre su alumnado salieron personajes tan ilustres como el jurista Felix Frankfurter, la escritora Gertrude Stein, los poetas Wallace Stevens, T. S. Eliot y Robert Frost, el crítico Logan Pearsall Smith -a quien Virginia Woolf convirtió en personaje de ficción en su novela Orlando- y el periodista Walter Lippmann, entre otros.
Cuando sus continuos viajes al extranjero lo volvieron sospechoso a ojos del rector Charles William Eliot, que le roía los zancajos, empezaron a correr habladurías sobre su condición sexual.
El puritanismo era una espina en el costado. Convertido en rara avis, el «olor a azufre» del sectario mundo universitario se le hacía intolerable. Con gran solemnidad, se afeitó la barba con que 30 años atrás había querido ganarse el respeto de sus alumnos. De un solo envite, abandonó la universidad y aprovechó una herencia materna para dedicarse a la escritura.
Su madre, Josefina Borrás, residía en Manila cuando, al poco de enviudar de un próspero comerciante bostoniano, conoció a Agustín Ruiz de Santayana, que trabajaba de funcionario colonial. Nacida en Glasgow y criada en Virginia, Josefina educó a su hijo en un virtuosismo tan aparentemente cosmopolita como hondamente victoriano que se resumía en un único objetivo: ser una "persona fina". Esto excluía cualquier vicio y aunaba, al modo de los antiguos griegos, lo bueno, lo bello y lo verdadero.
Su manso padre, que solía decir «no sé lo que quiero, pero sé lo que no quiero», enseñó a Santayana a desconfiar de los ideales. El viejo patriarca, otrora un férreo materialista, se volvió un marmolejo inseguro y supersticioso después de coger una disentería. Cada vez que creía que le estaba llegando la hora, lo que sucedía a menudo, pedía a gritos "la unción y la gallina".
Mientras le acercaba el caldo de pollo y los santos óleos, Jorge se barruntaba que no tendría ese miedo a la muerte de haber poseído una buena capacidad de digestión. "Quizá cuando a un hombre le traicionan los intestinos, no puede confiar en otra cosa". Comenzaba a sospechar que sólo es libre quien está íntimamente gobernado.
Un auriga perpetuo
Cuando abandonó Harvard, Santayana quiso ser ante todo un viajero. Pero no un mal viajero. No el utopista que lo arriesga todo para encontrar el reposo definitivo o una “jaula mejor" sino un viajero perpetuo. Entonces descubrió lo fácil que es caer en los sueños de la libertad total, aquella libertad in vacuo, sin obstáculos ni cortapisas que equivale a "pagar con tarjeta de crédito sin tener cuenta en el banco". Sólo será libre quien, como el buen auriga, sepa blandir la fusta con la diestra y tomar las riendas de su natura con la siniestra.
Fue un escéptico, un relativista, un materialista. Sus cáusticas referencias a la religión le granjearon un sinnúmero de enemigos. ¿Por qué eligió un convento para morir? Lo cierto es que negaba el dogma pero se zambullía con un ardor casi pagano en la verdad poética del catolicismo. Una tarde decidió acompañar hasta la capilla a sor Ángela, la monja que lo cuidaba. Cuando ésta le preguntó, al cabo de las semanas, por qué no había vuelto a acudir, Santayana respondió: "No quería acostumbrarme".
Decía Beckett en su ensayito sobre Proust que el hábito es un lastre que encadena al perro a su propio vómito. Santayana siempre defendió que nada hay peor para el pensamiento que conducirse por la costumbre. Guardado en un sobre que decía "Listo para publicar después de mi muerte", permanecía un escrito titulado Filosofía del viaje. Se preguntaba en él, evocando la ciudad de Ávila de su infancia, por qué la nación española cocina todo el año la misma perola de garbanzos y entona cien veces al día la misma oración.
El franquismo sufría auténticos quebraderos de cabeza a cuento de la "españolidad" de Santayana. La hemeroteca de ABC ofrece varios ejemplos: Santayana lo único que no lamenta es no haber sido autor español (19-12-1951). ‘Nunca he dejado de ser español', afirma Jorge Santayana (24-09-1952).
Cuatro días después de este texto y bajo el título Santayana, español (28-09-52), el periódico recoge la noticia de su muerte: "Jorge Santayana, a quien reivindicábamos para España en nuestro editorial del pasado día 17, ha muerto en un convento romano de Monjas Azules, precisamente cuando las autoridades españolas, recogiendo nuestra sugerencia, proyectaban rendirle un homenaje".
Cabe decir que Santayana falleció a los 88 años habiéndose negado a aceptar la ciudadanía americana, y eso que apenas había pisado España en décadas. "Con él desaparece un pensador de fama mundial y español por los cuatro costados", cierra, hinchando pecho, el articulista de ABC.
Un epicúreo en Londres
Custodiaba su soledad con una reservada cautela. Como filósofo, pensaba que sólo un desapego razonable podía garantizar la independencia de juicio. Como epicúreo, mantuvo alejados los dolores de la pasión para asegurar su autosuficiencia emocional.
"Me resisto al contagio humano", decía.
Visitaba con cierta regularidad Queen's Acre, la residencia londinense del escritor Howard Sturgis donde una cuadrilla de hombres veladamente homosexuales recitaban poemas, asistían a obras de teatro y agasajaban a personas como Henry James o Edith Wharton.
Siempre con sus guantes blancos y sus tafetanes y rodeado de su colección de perritos, Howdie Sturgis vivía con William Haynes-Smith, El Niño, que había sido su tutor en Eton y ahora era su compañero. Le ofrecieron quedarse a vivir con ellos, pero Santayana se negó en redondo.
Tuvo tiempo, entretanto, de acudir como testigo al polémico juicio de Bertrand Russell. Si Bertie era un mascarón de proa (pequeño, vivaz y con cara de hiena), su hermano mayor Frank, segundo conde de Russell, era un bello joven de pelo rubio y tez rojiza. Según el asombrado Santayana, que pronto hizo buenas migas con él, los movimientos de Frank Russell eran refinados y sigilosos como los de un "tigre bien alimentado". Pese a la insistencia de algunos estudiosos, nada confirma que terminara asestándole un selvático zarpazo. Los paseos en el yate de Russell dejaron un recuerdo indeleble en su cabeza, y años después se inspiró en su figura para troquelar a Lord Jim, el calavera hedonista de El último puritano (1936).
La filosofía de Santayana es una "protesta de tranquilidad" frente a un mundo eufórico y altisonante. Podía simpatizar con muchas causas, pero su “anfibia neutralidad” le impedía identificarse con ninguna. No tardaron en reprocharle que eludiese las controversias de su tiempo. Aranguren le colgó el marbete de “pasadista” y hubo quien lo definió como un romántico que observaba el abismo desde la cima de una montaña. Él se limitaba a ser "realista respecto a los hechos y receloso de todas las desiderata".
Su extensa obra incluye estudios sobre arte, ensayos políticos y tratados filosóficos, así como una reconocida novela, una autobiografía y hasta un ambicioso poema épico con ecos miltonianos titulado Lucifer. Sin embargo, no perteneció a escuelas ni partidos ni frecuentó camarillas; no se dejó envanecer por honores y pompas ni buscó ganarse el favor de la intelectualidad. Quizá por ello desagradaba tan profundamente a las dos Españas: la de cerrado y sacristía nunca perdonó el liberalismo de sus costumbres; la de la rabia y de la idea no dejó de afearle su desapego político.
Ahora que el Ayuntamiento de Madrid busca renovar su callejero, bien podría acordarse de este ilustre matritense. No fue un hijo pródigo, pues nunca volvió a su tierra natal para establecerse, sino más bien el hijo díscolo que, como el buen marinero, siempre muere lejos. ¿Buscan un exponente ejemplar de la "tercera España"? Ecce homo.
Para saber más:
'Personas y lugares' de George Santayana (Trotta, 2002). Traducción de Pedro García). El crítico Edmund Wilson no dudó en compararla con En busca del tiempo perdido. Con los mimbres de su itinerario vital, Santayana tejió la que es seguramente su mejor obra.
'Interpretaciones de poesía y religión' de George Santayana (KRK, 2008). Partiendo del dictum aristotélico de que la poesía es más cierta que la historia, Santayana reflexiona acerca de la religión como una bella mentira que encierra verdades.
'Santayana filósofo. La filosofía como forma de vida' de Daniel Moreno (Trotta, 2009). El último gran monográfico sobre el autor. Publicado por la editorial Trotta, responsable en buena medida de la recuperación de Santayana.
'El enigma Santayana' de Fernando Savater ('El País', 26-11-2013). Quizá no sea el mayor experto en Santayana (destacan los trabajos de Ignacio Izuzquiza, José Luis Abellán, Antonio Lastra, José Beltrán Llavador o Víctor Alonso, entre otros), pero sí quien mejor lo ha acercado al gran público.