En Elche, tanto el dinero como las lenguas se esconden bajo el colchón. Nadie quiere hablar de una realidad económica que se ha consolidado en los últimos 30 años. Quien cobra en negro vive en negro. Nada de cotizar, nada de denunciar las condiciones laborales, ningún reconocimiento médico por enfermedad laboral. Todavía es común ver talleres clandestinos con las ventanas pintadas en los bajos de las casas. En ellos trabajan sobre todo mujeres de mediana edad que forman parte de la cadena de montaje del calzado, la actividad económica principal de ciudades alicantinas como Elche, Elda o Torrevieja.
A veces ni siquiera tienen un espacio propio en el que desempeñar su labor. Las pequeñas empresas, subcontratadas por grandes fábricas, aseguran que no pueden contratar todo el personal necesario para sacar la producción adelante. Por ello recurren a aparadoras que convierten su hogar en un minúsculo taller. Algunas de ellas —bajo nombre falso por miedo a quedarse sin trabajo— han hablado con EL ESPAÑOL sobre las condiciones de precariedad e inseguridad a las que están sometidas. Según un estudio realizado en la Universidad de Alicante sobre las aparadoras en el calzado, el perfil de estas trabajadoras es el de mujer de entre 45 y 55 años, casada y con al menos cuatro personas en su hogar.
Con 14 años, Puri cortaba los hilos que colgaban de los zapatos. A esa edad comenzó a trabajar en una fábrica de calzado ilicitano en uno de los puestos peor remunerados. En el poco tiempo que tenían para almorzar y comer, ella aprovechaba para aprender a manejar la máquina: coser las piezas de los elementos que compone el zapato para unirlas después con las plantillas. "Nos quitábamos de nuestro tiempo para enseñarnos nosotras mismas a aparar". Ahora, con 55, es lo único que sabe hacer. "También he 'dobladillado', he puesto cordones, punteras, cremalleras... En algunos sitios era el comodín, pero en lo que me he especializado es en la máquina".
Puri trabaja con la espalda encorvada y la cabeza oculta entre zapatos. Sus manos se aceleran a ratos, las mueve despacio a veces, como un director de orquesta. La melodía procede de su mesa. Trá trá trá trá trá. La aguja de la máquina picotea la tela como un pájaro carpintero. El sonido se entremezcla con la radio que tiene en la mesa de al lado. "Si estamos en plena temporada, como yo soy de las últimas de la cadena de montaje y corre más prisa, estoy sentada desde las 8 de la mañana hasta las 8 de la tarde. A veces acabo a las 6 porque ya no tengo más faena, y otras, si el pedido corre prisa, me toca quedarme hasta las 10. Me siento absolutamente explotada. Somos los nuevos chinos, nos tratan igual", dice.
Detrás de ella hay una gran ventana. Sea invierno o verano, la mantiene abierta. El olor que se desprende de la piel o de la vaquetilla le resulta insoportable después de 10 horas trabajando en un espacio de apenas 15 metros cuadrados. Hace un año que trabaja en casa, sin contrato. "La encargada me dijo que no podía darme de alta, porque allí hacen contratos rotativos, que probásemos así una temporada. Era eso o quedarme parada. Ya llevo en esta situación algo más de un año". Me pide que la entrevista sea corta, lleva trabajando desde las 8 de la mañana y son las 2 de la tarde. Todavía le quedan unas cuantas horas por delante. Ahora está preparando el forrado de las botas que se llevarán el próximo invierno.
El trabajo a domicilio se paga a destajo: cobran por par de zapatos realizado. A mayor producción, mayor retribución, independientemente del tiempo empleado.
—¿Cuánto te pagan por lo que haces?
—Eso depende mucho de la pieza. Estas, por ejemplo, son a 52 céntimos el par. Para que me salga rentable debería hacer unas diez a la hora, pero a veces no me da tiempo.
Trabajando al menos 8 horas al día de lunes a viernes, Puri suele ganar unos 600 euros al mes en negro. A veces un poco más. "Cuantos más intermediarios hay, menos te pagan. Las grandes empresas para las que trabajamos de manera indirecta deberían mirar en qué condiciones estamos".
Cuando va por la calle se fija en los escaparates de las tiendas de zapatos. "Ese modelo lo he trabajado yo", comenta a veces. "He trabajado mucho para Mustang y cuando veo los precios en la tienda no me lo puedo creer. Unas deportivas llevan muchísimo trabajo, pero unas zapatillas no. Lo que pagas es la marca". Mira hacia el suelo y se fija en la punta de goma de mis Converse: "Como esas punteras he puesto yo muchas y sé que ese zapato no vale 40 euros", explica.
Irregularidades en la industria
Pepe Navarro es el dueño de Dyla's Shoes, una empresa que fabrica calzado, principalmente, para la marca 24hrs. Lleva una camiseta de propaganda y se seca el sudor con el brazo. Al igual que Puri, él tampoco comprende el encarecimiento del producto una vez sale de la fábrica y llega a la tienda: "Llevo 30 años en el mundo del calzado. Antes de ser empresario tuve cargos de responsabilidad. En todo este tiempo no he conseguido entender cómo es posible que un zapato llegue a valer lo que vale. Cuando ves los precios con los que te mueves y los precios con los que el artículo se va, simplemente no lo entiendes".
Le pregunto por la externalización de la producción de las grandes marcas.
—Las fábricas trabajáis para grandes empresas como. A su vez, subcontratáis talleres que completan la fabricación. Ahí entran en juego las aparadoras que trabajan desde casa y sin contrato, ya que los talleres y las fábricas no pueden cumplir con los plazos y la cantidad de producto que hay que producir...
—Mira, yo nunca voy a hablar mal de la empresa que me da de comer porque en seguida te pueden decir: "Ahí te quedas, ya le damos la producción a otra empresa". Somos, entre comillas, trabajadores suyos. Aunque sea una empresa autónoma, nos debemos a ellos.
Dice Puri que desde que está en paro sufre ansiedad y crisis de pánico. "Siempre me ha pasado, pero esta incertidumbre es fatal. Pienso que tengo 55 años y no tengo futuro. Yo quiero cotizar, lo necesito para cuando sea mayor". A ello se suman los dolores de espalda que tiene desde que se levanta. "La máquina me revienta y cuando tengo que hacer botas altas, que tienes que ir estirando la piel, la mano al final del día la tengo destrozada. También sufro mucho de las cervicales, tengo vértigos y a veces mareos cuando estoy aparando. Tendría que ir al fisioterapeuta, pero no tengo dinero para eso".
En el estudio realizado por la Universidad de Alicante, a cargo de Concepción Carrillo, se concluía que el 67% de las mujeres que realizan esta labor sufren dolor de huesos, columna y articulaciones; el 20% padece trastornos psicológicos tales como depresión y ansiedad.
Parálisis del calzado
María José tenía 14 años cuando empezó a manejar la máquina de aparar. Bajo la mesa, su barriga crecía poco a poco. Estaba embarazada de Israel, su hijo mayor, mientras trabajaba en una fábrica. Al nacer el crío tuvo que compaginar ser madre con ser aparadora. "La única solución era hacer la faena en casa, así podía vigilar al niño. No tenía dinero para una guardería, mis padres no podían ayudarme económicamente y mi pareja se fue". Ahora, con 23 años y dos hijos más, a María José rara vez la llaman para llevarle calzado. "Tengo la máquina en casa de mi padre, estuve mucho tiempo buscando curro en una fábrica o un taller, pero me pedían un papel que dijese que yo sé aparar. ¡Pero si llevo toda la vida haciéndolo! Ahora he encontrado un trabajo de 7 de la mañana a 7 de la tarde en un campo de Crevillente. Tenemos que recoger fruta, arreglar los cultivos... Me pagan 150 euros a la semana y con eso voy tirando para mantener a mis hijos".
Un informe realizado por los Técnicos del Ministerio de Hacienda (GESTHA) apuntaba que la economía sumergida en la provincia de Alicante antes de la crisis era del 16%. A partir de 2008 se situó en el 20%, y en 2012 alcanzaba el 27%. También se estima que la mitad del calzado ilicitano fabricado no se declara.
Las trabajadoras a domicilio a menudo desconocen los riesgos y enfermedades que se derivan de la labor que desempeñan. Su formación es escasa —muchas de ellas dejaron el colegio para trabajar de aparadoras— y no tienen contrato, por lo que no pueden acudir a cursos de formación en materia de salud laboral. María José trabajó durante años con sustancias conocidas como "cola" o "cemen", adhesivos empleados para realizar calzado. "Me lo daba la encargada en botes de cristal y con eso tenía que pegar algunas partes del zapato, lacitos, adornos, plantillas...". Reconoce que nunca usaba guantes ni mascarillas. "Me lavaba las manos luego y ya está". Desconoce que el uso imprudente de estos productos puede producir polineuropatía tóxica, conocida como "parálisis del calzado". El agente causal de esta intoxicación es el "N-Hexano", que inhalado o absorbido por la piel —en función de la concentración y el tiempo de exposición— afecta al sistema nervioso periférico.
La Confederación Regional de Organizadores Empresariales de Murcia (CROEM) elaboró una guía sobre los riesgos derivados del uso de adhesivos en el calzado. En ella afirmaba que "la aplicación de ahesivos se realizará en máquinas de rodillos o mesas que cuenten con sistema de extracción localizada". Además, establece que se debe realizar un "control ambiental de los contaminantes para conocer la exposición de los trabajadores y asegurar su inocuidad" y que "los trabajadores se someterán a reconocimientos médicos periódicos para el control de su estado de salud".
Nadie ha muerto por esta afección, y según un informe del Centro Nacional de Epidemiología, los síntomas desaparecen poco a poco cuando las afectadas dejan de estar expuestas al adhesivo. Dado que muchas de las trabajadoras desconocen las posibles consecuencias por trabajar con "cemen", es imposible contabilizar el número de afectados. "Si yo me encuentro mal no pienso que tenga que ser por el trabajo o por alguna sustancia tóxica", dice María José. "Además, no voy a ir al médico a contárselo a no ser que sea algo grave, no vaya a ser que por estar sin contrato me digan algo a mí".
Carmen, de 48 años, también usaba "cemen" en el taller en el que trabajó durante años sin contrato. Según su testimonio, trabajaba 12 horas al día. Tiene 56 años y de los 30 que lleva en el oficio, sólo ha cotizado 4. "En vez de hacerlo en mi casa, me bajaba al taller. Nos decían que si venía una inspección de trabajo que nos escondiésemos. Yo estaba cobrando el paro y si me pillaban me iba a tocar pagar". Le pido que me enseñe su comedor, donde tiene instalada la máquina de aparar. Se niega rotundamente. "Mira, esto es una ciudad pero es como un pueblo. En los barrios todos nos conocemos. Si alguien se entera de que te cuento esto me van a dejar de pedir faena", se excusa. "Aquí todo el mundo sabe que las fábricas como Mustang o Pikolinos dan trabajo a talleres más pequeños que son ilegales. Pero nadie quiere hablar porque nos hemos aprovechado de eso. Los que teníamos contratos eran de media jornada, pero trabajábamos al menos 50 horas a la semana. La mitad en negro, claro. Y así pues te pagabas la casica, el coche del niño... Ahora no te hacen ni contrato, pero ya no puedes quejarte", añade.
El trabajo de la mujer, el menos reconocido
Pascual Pascual, sindicalista de Comisiones Obreras y experto en el funcionamiento de la industria ilicitana del calzado, opina que "el trabajo de la mujer es el peor valorado por los empresarios porque lo consideran secundario". "Si aparado y montado [el primero realizado sobre todo por mujeres y el segundo, por hombres] son los puestos más importantes del sector del calzado, ¿por qué el de ellas es un trabajo menor y quedan relegadas a su casa? No hay un par de zapatos en el que no intervenga una mujer", añade.
La clave podría estar en lo que apunta María José: "Cuando mis hijos eran más pequeños y yo no podía llevarlos a una guardería porque ganaba 100 euros a la semana siendo aparadora, a mí me venía bien trabajar en casa. Con unos sueldos tan bajos se aseguran que nosotras nos quedemos en el hogar y además de la faena de zapatos, limpiemos la casa, hagamos la comida, cuidemos de los niños... Ahora puedo trabajar en un campo porque mis dos niños van al colegio y la pequeña se queda con mi madre, antes lo mejor era que trabajase a domicilio. Y yo lo prefiero".
Para Puri, lo único bueno de estar en casa aparando y no en un taller es no tener que soportar los gritos de los jefes. "Aquí en casa te despistas más y luego tienes que ir recuperando. Cuando tenía cosas para refinar me ponía por la noche. He trabajado muchos sábados por la tarde y algunos domingos también para poder sacar adelante la faena. Pero es verdad que en talleres y fábricas el trato es terrible. Yo me dejé un contrato porque no aguantaba los insultos. Yo al jefe siempre lo voy a tener arriba porque es el que manda, pero que él no me pise. Por ejemplo, estoy poniendo cremalleras toda la vida y de repente me grita: '¿No ves que esto hace bolsa?'. La compañera y yo le contestábamos: "Pues no las vemos, de verdad, yo creo que no hace bolsa, pero además al hacer el forraje se disimula". Y entonces la encargada me hacía sentir tonta. Me tiraba el zapato y me decía: '¡Pero tú has visto esto cómo lo has puesto! ¿Es que no lo ves?'. Me salía llorando todos los días".
Incluso sentada en el sofá, Puri es incapaz de poner la espalda recta. Su cuerpo parece haberse adaptado a la postura de la máquina. El calzado inunda su casa: las agujas de repuesto, las botellas de agua en el suelo para beber sin tener que levantarse del sitio, las pieles todavía por coser formando dunas en su mesa. "Me acuesto pensando en el trabajo y me levanto pensando en lo mismo. Otro día más".