Los ecos de la asonada del teniente coronel Tejero todavía resonaban en la conciencia colectiva de la sociedad española. Apenas habían pasado unos meses del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 -del que este jueves se cumplen 36 años- y los sectores militares más conservadores desconfiaban del papel que el rey Juan Carlos iba a jugar en el futuro del país. Se veían traicionados por el monarca, quien había dado la espalda a Alfonso Armada y a los soldados dispuestos a levantarse en armas. Y también por un Gobierno en descomposición, liderado por Leopoldo Calvo-Sotelo, sin capacidad para hacer frente a los envites de ETA. Las inminentes elecciones generales que se iban a celebrar en 1982 caminaban sobre el vacío. ¿Existiría una nueva intentona golpista ante la incertidumbre política? El rey estaba convencido de ello; al menos, si el PSOE ganaba los comicios.

Los servicios de espionaje estadounidenses remitieron un cable -con fecha del 19 de febrero de 1982- en el que analizaban los movimientos políticos que se estaban viviendo en España. Calvo-Sotelo todavía aspiraba a recomponer los restos de una UCD en descomposición, buscando un acercamiento con otros sectores moderados. Manuel Fraga, por su parte, reorganizaba la derecha parlamentaria bajo las siglas de Alianza Popular (AP) y del Partido Demócrata Popular (PDP). Y la figura de Felipe González asomaba entre el vacío político, aunque nadie podía augurar la abrumadora mayoría que obtendría en las urnas.

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Ese aspecto no pasó desapercibido para los agentes de la CIA: “El Partido Socialista Español podría sacar un buen resultado en las elecciones”, detalla el cable dirigido al director de la agencia norteamericana. Y los servicios secretos reflejaron la desconfianza del monarca hacia el crecimiento de los socialistas: “Muchos temen, el rey Juan Carlos entre ellos, que [una victoria del PSOE] podría ser el detonante de un nuevo golpe de Estado de los militares”.

Es muy probable que los autores del informe conociesen esta información de primera mano: sus tratos con la Zarzuela eran muy frecuentes. O al menos los de su embajador, Terence Todman, una de las pocas autoridades que llegaron a reunirse con el monarca durante el transcurso del 23-F.

La ambigüedad de EE.UU. sobre España

El futuro político de España era una incógnita y los representantes estadounidenses aparentaban -de forma, más que de facto- una supuesta equidistancia. Cuando Tejero y sus hombres tomaron el Congreso de los Diputados y el teniente general Jaime Milans del Bosch sacó sus tanques a las calles en Valencia, el secretario de Estado norteamericano Alexander Haig lo consideró “un asunto interno español”: no querían pillarse los dedos con unas declaraciones que pudieran entorpecer los caminos de las inciertas relaciones diplomáticas. Cuando el golpe fracasó, las declaraciones de Haig tomaron otro tinte: “Tenemos que alegrarnos por que haya triunfado la democracia”.

Lo mismo se podría trasladar a los comicios de 1982. Desde el Pentágono se requería información a sus agentes secretos para saber a qué atenerse tras las elecciones. ¿El descalabro que vivía UCD sería salvable o la coalición estaba condenada a su extinción? ¿Qué se podía esperar de Felipe González, que entonces enarbolaba la bandera del 'no a la OTAN'? ¿Cómo actuarían los militares ultraconservadores si la izquierda se imponía en los comicios? No querían verse sorprendidos por ningún terremoto político que sacudiese España, enclave fundamental en el marco de sus relaciones internacionales y en la lucha contra el comunismo de la URSS.

El juicio a los golpistas

Los papeles secretos de la CIA detallaban la fragilidad sobre la que se sostenía la democracia española. Una de las bombas que amenazaba con hacer estallar sus cimientos llegaba desde el Consejo Supremo de Justicia Militar, donde se celebraba el juicio, entre otros, contra Milans del Bosch, Alfonso Armada y Antonio Tejero Molina por la intentona golpista del 23-F. El teniente coronel de la Guardia Civil aseguró en la vista que “Estados Unidos y el Vaticano habían sido sondeados por el general Armada”; de ser cierto, quedaba en entredicho la supuesta equidistancia con la que había actuado el Gobierno estadounidense al enterarse de la irrupción militar en el Congreso.

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En cualquier caso, la vista oral contra los militares podía convertirse en un torpedo a la línea de flotación del estatus político español: “Se celebrará el juicio en una atmósfera política volátil. […] Puede debilitar la postura de la mayoría de las Fuerzas Armadas [a las que considera contrarias a las tesis golpistas] frente a su minoría radical, especialmente si los medios de comunicación presentan el juicio como si se estuviese juzgando a la totalidad del Ejército. Un tratamiento duro para los respetados Armada y Milans del Bosch también podrían incendiar los ánimos”, esgrimían los servicios secretos estadounidenses.

El rey Juan Carlos y Alfonso Armada.

“El juicio, además, puede debilitar la capacidad de Juan Carlos para contener al Ejército. Los encausados sostienen que contaban con el apoyo del rey, lo que supondría una traición del monarca. [Juan Carlos] finalmente se expresó con firmeza y de forma pública contra los conspiradores”, añaden los agentes de la CIA.

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La reacción de los militares al Gobierno socialista

La CIA no acertó con sus temores golpistas. Felipe González se impuso con una mayoría aplastante en las elecciones de octubre de 1982, con 202 escaños de los 350 posibles; Alianza Popular se erigió como la segunda fuerza, con 107; UCD se desplomó hasta los 11. Con todo, no hubo ninguna algarada militar.

Más aún; los espías tuvieron que admitir su error en informes posteriores: “Desde que los socialistas llegaron al poder, la función del rey de contrarrestar a los militares, irónicamente, tiene menos importancia”. Los documentos describen el respeto que Felipe González se había granjeado entre los sectores militares que antes desaprobaban su elección como presidente: “Sus duras medidas antiterroristas, los frecuentes elogios públicos a la Policía y a las Fuerzas Armadas, así como la atención a las necesidades y aspiraciones profesionales de los militares han sido bien recibidos en los cuarteles”.

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La CIA también informaba de la “influencia” que el rey Juan Carlos ejercía sobre el presidente González: “Se reúnen semanalmente para abordar los principales asuntos de Gobierno”. Entre las decisiones que fraguaban conjuntamente, la elección del ministro de Defensa. Narcís Serra fue el primer representante socialista en el Ministerio. Uno de sus principales retos pasó por defender el viraje del PSOE en sus posturas sobre la OTAN: de exigir la salida de la Alianza a pedir el voto a favor de la permanencia en el referéndum celebrado en marzo de 1986.

Y como ya reveló EL ESPAÑOL, las injerencias de Estados Unidos llegaron hasta esta consulta, presionando a Felipe González para cancelar la llamada a las urnas.

Felipe González durante el cierre de campaña para defender la permanencia de España en la OTAN. EFE

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