La misteriosa señora Taylor, la mujer que convirtió Embassy en un nido de espías
Margarita Kearney Taylor fundó el salón de té en 1931 -hoy, a punto de cerrar sus puertas- y muy pronto se convirtió en punto de enlace entre diplomáticos y refugiados británicos. James Burns, amigo de su familia, recuerda para EL ESPAÑOL los momentos críticos en la vida clandestina de la mujer: "La memoria está amenazada".
11 marzo, 2017 01:38Noticias relacionadas
Margarita Kearney Taylor fue una mujer misteriosa. De cara al público, antes y después de la Segunda Guerra Mundial, era una persona elegante, de buenos modales, disciplinaria y eficaz; virtudes que contribuyeron al éxito comercial de Embassy, que hoy está a punto de cerrar sus puertas de forma definitiva. Pero en segundo plano mantenía una vida clandestina, en las penumbras del mundo del espionaje y de los refugiados que huían del nazismo.
En una España incapaz de establecer una narrativa sobre su Historia y que tan fácilmente se deja llevar por las intolerancias de uno u otro bando nos hemos acostumbrado a la liquidación de la memoria. Por eso me alegro de que la noticia del cierre de Embassy haya tenido este eco mediático. Y también de que todavía queden amigos que piensen, a pesar de las retiradas de estatuas y de los edificios sacrificados por la especulación inmobiliaria, que hay un legado histórico -también europeo- que no se debe de ignorar; mucho menos condenarlo al olvido.
Para los que aún piensen que el salón de té ubicado en el número 12 del Paseo de la Castellana es un establecimiento como otro cualquiera habría que recordarles una historia de cierto heroísmo, de su fundadora Margarita Kearney Taylor y otros amigos de la causa aliada durante la Segunda Guerra Mundial.
El historiador irlandés Ciaran McCabe halló recientemente un par de certificados de nacimiento que revelan una historia de supervivencia y redención, propia de una novela de Charles Dickens; de nacer en la pobreza y oscuridad a tener una vida de cierta riqueza.
La infancia de Margarita Taylor
Los documentos revelan que la madre de Margarita, Ellen Taylor, nació en 1871 en una casa humilde irlandesa, en la provincia de Galway. Cuándo y por qué emigró a Inglaterra es todavía un misterio. Otro escrito, descubierto en una parroquia de Southampton, detalla que Ellen, que trabajaba como lavandera, dio a luz a Margarita Taylor en 1891. El nombre del padre no figura en las partidas de nacimiento, lo que sugiere que tanto Margarita como su madre eran ilegítimas.
Las últimas informaciones apuntan a que Margarita pasó su infancia con su madre en el pueblo costero inglés de Bournemouth. Después, durante los años veinte, viajó a París, donde nació su hija Consuelo. Parece que la niña fue fruto de una relación de Margarita con un diplomático español de cierto cargo; la mujer peleó por su reconocimiento y ganó un proceso judicial sobre la identidad del padre. No sólo tenía una gran autoestima, también mucha valentía. Consuelo adoptó su apellido paterno, Linares Rivas.
Margarita se trasladó entonces de París a Madrid. Fundó Embassy en 1931, seguramente con fondos prestados de unos amigos. Ella y su hija se instalaron en un piso encima del salón de té. El estilo de la terraza y del local evocaban a los de París: el paseo de la Castellana les recordaba a los Campos Elíseos.
La Guerra Civil empujó a Margarita y a su hija a abandonar España. Cerraron Embassy y se embarcaron rumbo a la costa inglesa en la que había crecido. Consuelo, una mujer de gran bondad humana, pasó parte de su vida en el Londres de la posguerra, lo mismo que mis padres. Trabajó como voluntaria con varias buenas amigas. Una de ellas era mi madre, Mabel Marañón, hija del médico y escritor Gregorio Marañón.
Nido de inteligencia británica
Margarita regresó a Madrid tras la victoria de Franco y reabrió el salón de té. El establecimiento se convirtió en lugar de reunión de españoles anglófilos y diplomáticos. Entre ellos, el personal de la embajada británica en Madrid, como mi padre, Tom Burns, o el entonces director del British Council, Walter Starkie. Lo hizo con un gran sentido del deber, a favor de la causa de Winston Churchill. Si la hubieran descubierto los agentes de la Gestapo, hubiese supuesto una muerte segura. Pero se encontró con la protección de un pequeño grupo de amigos influyentes, como Ramón Serrano Suñer, cuñado de Carmen Polo, mujer de Franco.
En la biografía que escribí sobre mi padre, Papá espía (Debate), explico que aquel salón de té situado a pocas manzanas de la embajada británica ya tenía una enorme fama por sus cócteles, sus tartas y su sofisticada clientela. La señora Taylor fue, de joven, una inglesa atractiva, de modales impecables. Uno de sus amigos y colegas más cercanos, Walker Starkie, irlandés de nacimiento, gran amante de lo español y experto en la poesía de Lorca y de Yeats, se hizo amigo de la señora Taylor. Como mi padre, se fiaban del patriotismo de ésta, y compartían con ella algunos de los proyectos más arriesgados de la inteligencia británica en la Península Ibérica, enfrentándose a la presencia reforzada de los nazis en Madrid tras la victoria de Franco en la Guerra Civil.
A medida que avanzaba la Segunda Guerra Mundial, el piso de la señora Taylor, encima del salón de té, se convirtió, junto a su sótano, en espacios de trabajo para la inteligencia británica. También una vivienda de Walter Starkie en el Paseo del Prado. En ellos se dio cobijo a prisioneros de guerra aliados que habían escapado de los alemanes, a refugiados judíos que se habían salvado de los campos de concentración.
La historia permaneció en secreto
No se supo nada de ese grupo secreto durante mucho tiempo, hasta terminar la Segunda Guerra Mundial. La señora Taylor siguió con su negocio hasta que alcanzó la jubilación. Después lo vendió a una empresa privada.
Yo nací en 1953, un año después de que Consuelo se casara con sir Peter Allen, hombre de negocios que llegó a dirigir la multinacional petroquímica Imperial Chemical Industries (ICI). Ella falleció en 1991; él, dos años después. Son recordados con gran afecto entre los más veteranos miembros de la comunidad anglo-española de Londres.
En mis vacaciones visitaba a mis abuelos en Madrid. Eran los años cincuenta. Recuerdo a una hermana de mi madre, soltera, que me llevaba a merendar pasteles ingleses, sandwiches finos y Earl Gray Tea a Embassy. Y allí atendía la señora Taylor. Tenía el pelo claro tirando a rubio, los ojos verdes y tez blanca. No era una gran belleza, pero la recuerdo con mucha seguridad en sí misma, llevando su establecimiento con la disciplina de una maestra de escuela privada británica.
La señora Taylor murió en Madrid en 1983, ya de muy avanzada edad. Muy pocas personas, más allá de un grupo muy reducido del que formaban parte mi padre y Starkie, sabían de su papel clandestino. La historia se mantuvo secreta hasta años después de la muerte de mi padre, en diciembre de 1995, por un acuerdo con el Gobierno británico para proteger la privacidad en vida de algunos agentes del Intelligence Service.
"La memoria sigue amenazada"
Tras publicar mi libro en 2010, di una charla auspiciada por el British Council sobre el Madrid de los espías. La celebramos en Embassy. Nos reunimos medio centenar de amigos británicos y españoles para compartir la memoria de una época crucial de la historia de Europa, en la que la señora Taylor y sus amigos jugaron un papel.
Fue una tarde inolvidable que me hizo pensar en lo poco que se habían esforzado sus actuales dueños en mantener vivo el interés en la historia del lugar. Ese día tuvieron un buen gesto. Las camareras nos sirvieron té inglés, vestidas con trajes de la época de la Segunda Guerra Mundial. Mi invitado de honor era el embajador británico Simon Manley; casado con una española, como mi padre. También estaba mi gran amiga y traductora, la joven y encantadora Ana Momplet, que aprendió un inglés perfecto en un colegio británico de Madrid.
Sentí la presencia de mi padre de joven. Y me lo imaginé con su pipa de toda la vida, disfrutando del papel de James Bond, coqueteando con la señora Taylor y pensando en la suerte que había tenido por vivir en Madrid en los años cuarenta.
Hace unos meses regresé a Madrid y me reuní a la hora del desayuno con un contacto del escenario político español para comentar la actualidad. Después me quedé para hablar con la administradora. “¿No sería fantástico -le sugerí- montar una exposición o convertir parte del local en un museo?”.
Hasta el día de hoy no he tenido respuesta. La memoria sigue amenazada.