Hasta que se jubiló, en septiembre de 2012, Ricardo Morente fue un policía apegado a la calle, uno de esos sabuesos que valía más por su olfato que por su trabajo en la oficina. “Siempre me he sentido más cómodo entre gente, observando la vida”, dice.
Este viernes, en una Sevilla presa del calor y llena de turistas, entre risas y con la mirada puesta en el retrovisor de la memoria, todavía recuerda aquel caso que ayudó a resolver porque se fijó en un detalle insignificante a simple vista: el pantalón blanco de un supuesto cura.
Era finales de los años 70. Por ese entonces, Ricardo patrullaba las calles de Sevilla y vio que en la Catedral había un sacerdote al que se le veían los camales del pantalón por debajo de la sotana, que no le cubría los tobillos. Qué raro, pensó. “Nunca había visto un cura de esa guisa”, le cuenta a este reportero. El joven policía pidió la documentación al clérigo y le dijo que le acompañara a comisaría.
El cura le puso reparos al agente Morente. Finalmente, aceptó acompañarlo a regañadientes. “Yo era todavía un niñato y él un cura. ¡Imagínate, un cura! Veníamos de la dictadura de Franco y a mí me temblaban las piernas. Pero como no me gustaba aquel hombre, me lo llevé esposado”.
Al final, el cura tenía de cura lo que Ricardo de crédulo. Aquel hombre era miembro de una banda italiana que quería robar el tesoro de la Catedral de Sevilla. “Daba el pego por completo. El tío sabía dónde estaba cada imagen y guiaba a los feligreses como si aquello fuera su casa. Hasta tenía llave para guardar la sotana en un cajón”.
A los pocas semanas, el ABC de Sevilla sacó la noticia y Ricardo se enteró de que acertó llevándose al cura de los pantalones blancos. De aquello ha transcurrido media vida para Ricardo Morente y toda una carrera profesional destinada a la Policía. Primero, tras acceder en 1971, a la Policía Armada. Más tarde, a la Nacional. 42 años de servicio.
Ahora, ya septuagenario, padre y abuelo, Ricardo Morente se encuentra inmerso en el arduo proceso de que la Dirección General de la Policía le reconozca con la cruz roja al mérito policial que, gracias a su pericia como agente, se pudó meter en prisión a un profesor de matemáticas boliviano que mató a su mujer y a su hijo en 1993 y los enterró en una finca abandonada de Almonaster la Real (Huelva). Cuando el policía resolvió el caso, faltaban sólo dos años para que prescibiese el delito.
“Sólo quiero ponerle un broche dorado a mi carrera, no lo hago por la pensión vitalicia que pueda reportarme la condecoración”, dice este policía retirado sobre los algo más de 200 euros mensuales que recibiría hasta fallecer.
“Hasta el juez en la sentencia y la teniente fiscal me señalan a mí como gran artífice de que se resolviera el caso”, añade Ricardo Morente. “Mis superiores, siempre verbalmente, me han dicho que han solicitado mi reconocimiento. Pero nunca llega”.
La insistencia por encontrar al asesino
Enero de 2011. Durante los últimos 15 años, Morente ha estado trabajado en el grupo de Homicidios de la Policía Judicial en Sevilla. Aunque la edad ya pesa, las ganas vencen. Por ese tiempo, a su mesa llegan un informe con cerca de 200 denuncias de casos sin revolver. Principalmente, desapariciones. Su jefe le pide que las revise, que vea si hay algo extraño, que use su avezado olfato.
El veterano agente comienza a revisar una por una cada denuncia. Cuando lleva unas cuantas, se percata de que hay un nombre que se repite dos veces como denunciante: Manuel Bárcenas. En una de ellas, fechada a finales de agosto de 1993, explicaba que su hija, María del Carmen Espejo, había desaparecido. En la otra, con idéntica fecha, decía que se le había perdido el rastro a su nieto, Antonio.
María del Carmen no llevaba el apellido Bárcena porque había nacido de una relación extramatrimonial. Sin embargo, Manuel la aceptó desde el principio y siempre mantuvo trato con ella. María del Carmen estaba casada con un profesor de matemáticas boliviano. Se llamaba Genaro Ramallo. La pareja y el niño vivían en Huelva capital.
En 1993 y durante los años posteriores, cuando le preguntaban por la desaparición de ambos, Ramallo siempre decía que María del Carmen y su hijo se habían marchado a Madrid. Luego, con el paso del tiempo, explicó que, pese al distanciamiento, seguía carteándose con el niño, al que a veces veía en la capital de España y también en Córdoba.
Todo era mentira. Ramallo había falseado las cartas. Incluso aquella en la que María del Carmen se despedía de sus compañeros de trabajo de la oficina de Turismo de la Junta de Andalucía. En realidad, el profesor de matemáticas había matado a su mujer y al niño, y había orquestado un trama para evitar que le detuvieran.
Genaro Ramallo enterró los cuerpos sin vida de María del Carmen y su hijo en el pozo de una finca rústica que había comprado poco antes en Almonaster, un pueblo de Huelva. Lo hizo el 23 de agosto de 2013. En enero de 2011, 18 años después, el olfato de Ricardo Morente hizo que se pusiera de nuevo el foco sobre el caso. Hoy, Ramallo cumple la condena a 40 años de cárcel que le impuso la Audiencia de Huelva.
Las pesquisas del experimentado agente
Volvamos a 2011. Tras revisar las denuncias, Morente llamó a Manuel Bárcena, padre y abuelo de los desaparecidos. Le dijo que iba a volver a investigar el caso. Como Manuel era un anciano que rondaba los 80 años, le pidió tomarle una muestra de ADN. “Si el hombre fallecía y luego aparecían los cadáveres, todo iba a ser más complicado”, cuenta el policía.
Paralelamente, Morente realizó algunas comprobaciones. María del Carmen y su hijo no habían renovado en todo ese tiempo el DNI. El niño nunca había estado escolarizado en otro colegio. No habían realizado movimientos de dinero. No habían adquirido ninguna propiedad.
“Entendí que estaban muertos. Y Dios me dijo que Ramallo los había matado”, cuenta el agente jubilado en la sala de reuniones del bufete Villegas y Retamar, donde los abogados Francisco Castillo y Fernando Retamar le representan en su petición ante la Dirección General de la Policía.
Morente pidió permiso para centrarse en el caso. Al principio recibió negativas de sus superiores. Al final, los convenció de que debía enfocar todos sus esfuerzos en el caso de Huelva. Con un compañero, comenzó a ir a diario a la capital onubense para vigilar a Ramallo, que seguía viviendo allí.
Ricardo Morente supo que era un mujeriego y tenía varias relaciones con distintas mujeres. Se obsesionó tanto en él, que los fines de semanas se llevaba a su esposa a Huelva a pasar el día o a comer sólo para seguirle los pasos al que para él, sin duda, era un asesino. Así averiguó que tenía una finca en Almonaster la Real. Hasta allí viajó el policía. Apenas quedaba una antigua casa medio en ruinas, una alberca vacía y un pozo.
Morente y su compañero hablaron con un vecino, al que encontraron en su tienda de Calabazares, una aldea cercana a Almonaster. Aquel hombre les dijo Ramallo llevaba años sin pisar la finca. Morente le pidió que, si volvía a verlo, no le dijera que dos policías había preguntado por él.
Morente estaba seguro de que Ramallo estaba detrás de la desaparición de su esposa y su hijo. Pidió en el juzgado que le pinchasen el teléfono. Durante un seguimiento, Morente gritó su nombre, cuando en realidad sólo quería llamarlo con un nombre falso para ver si se giraba. “¡¡¡Genaaaaro!!!”.
Ramallo se volvió al escuchar su nombre de pila. Morente y su compañero se identificaron como policías. Le explicaron, quitándole importancia a su presencia, que estaban allí porque necesitaban realizar un trámite relacionado con la desaparición de María del Carmen Espejo y su hijo, Antonio.
Genaro les dijo que tenía prisa. Le esperaban en el juzgado por un juicio a causa de un accidente de tráfico en el que se había visto inmerso. Morente y su compañero le dijeron que no pasaba nada, que hablarían con él tras salir de sede judicial.
Pero Genaro, de camino al juzgado, llamó al vecino de su finca que tenía una tienda en Calabazares. El hombre no respondió. Tras salir del juicio, Morente y su compañero tomaron declaración a Ramallo, que cuando firmó su testimonio se “escamó” cuando vio que en el membrete aparecía ‘Grupo de Homicidios y Desapariciones’. Pero firmó.
Cuando Morente regresó a la comisaría y revisó las llamadas de Ramallo, vio que había intentado hablar con el tendero al que él había ido a visitar hacía unas semanas. “Estaba claro. Tenía enterrado los cuerpos en aquella finca. Me lo dijo el corazón. Y así fue”.
La Policía Nacional activó de inmediato un operativo para rastrear la finca de Genaro, que huyó a Francia a los pocos días de la visita de Morente y su compañero. Se usó un georradar para comprobar si se habían producido movimientos de tierra. Al jefe de Ricardo le entraron las dudas. Pensó en retirar la excavadora que estaban usando para los trabajos de búsqueda.
Ritual boliviano: la pachamama
Al final, el veterano sabueso estaba en lo cierto. Los restos de María del Carmen y de Antonio aparecieron dentro de un pozo que estaba cubierto con escombros y vigas. Sólo quedaban los huesos. La madre y el hijo estaban decapitados. Ramallo había seguido un ritual boliviano: la pachamama. Los cuerpos estaban envueltos en sacos de dormir. Las cabezas, fuera.
El 1 de octubre de 2011, 11 meses después de que Morente se pusiera a rebuscar en el pasado, la Policía Judicial de Sevilla detuvo a Ramallo en Tolouse (Francia), donde había huido por la presión de la Policía. Hoy, el profesor boliviano de matemáticas cumple condena entre rejas y su cazador le reclama al Estado una condecoración que le parece justa.
Antes había atrapado al único asesino en serie de Sevilla
En los hechos probados de la sentencia que condenó en 2014 a 40 años de prisión por doble asesinato a Genaro Ramallo, el magistrado ponente subraya que Ricardo Morente fue quien “dio con la tecla” para la resolución del caso. “Es innegable que a este hombre se le debe otorgar la cruz roja al mérito policial”, explican sus abogados a EL ESPAÑOL. “Si se le sigue negando, acudiremos a la vía del contencioso”.
“Sólo quiero el broche dorado a mi carrera”, insiste el policía retirado, quien también ayudó a detener al único asesino en serie que ha habido en Sevilla. Se llamaba José Luis Roa. Entre diciembre de 1994 y agosto de 1995, cuando gozaba de un régimen de semilibertad en prisión que sólo le obliga a dormir en la celda, mató a tres jóvenes en Sevilla para robarles.
Roa, menudo pero ancho de espaldas y rudo, siempre usaba guantes y una navaja que clavaba profunda en la parte bajo del estómago.
Cuando la Policía se enteró de que un hombre había ofrecido unos diamantes a un conocido joyero de Sevilla que había alertado al cuerpo, Morente sospechó y le hizo una pregunta a su jefe: "¿Cómo es ese hombre?”. Su superior le respondió. "De baja estatura pero fuerte". "Ése es nuestro hombre, ese es el asesino en serie de Sevilla", le dijo Ricardo. De nuevo había acertado. Como con el falso cura de los pantalones blancos. Como con el profesor de matemáticas asesino.