A las seis de la mañana, Rosa y su hijo yacían en la calle Huerto Manú, en el centro de Murcia. A las siete, el bar de la esquina posponía su apertura ‘acosado’ por ambulancias y dispositivos policiales. Antes del mediodía, el barrio de San Antón trataba de recuperar las constantes vitales. “¿Qué se le ha podido pasar por la cabeza?”, esgrimían, perplejos, los camareros. Ninguno daba crédito a lo ocurrido. Su vecina, de 37 años, se había arrojado desde un sexto piso junto a su niño de cuatro. “¿Cómo es posible?”, se preguntaban todos sin encontrar respuesta. “¡Si eran una familia normal!”, se sorprendían. Poco importa.
La principal hipótesis que se baraja es la de la depresión. “Saludaba, era cariñosa, pero yo la veía triste”, explica Josefina a EL ESPAÑOL. Ella fue la primera en enterarse de lo ocurrido. Nada más levantarse, escuchó un ruido, se asomó por la ventana y vio los dos cuerpos tendidos sobre el suelo. Llamó a la Policía, bajó y vio quiénes eran: Rosa y su hijo, ambos de vuelta al barrio después de un tiempo fuera. Los dos, intuía, se habrían caído desde el sexto piso. Quién se iba a imaginar que ella se hubiese arrojado al vacío. Absolutamente, nadie.
Sin embargo, las investigaciones de la Policía apuntan a un posible suicidio. Rosa, a sus 37 años, había vuelto a casa de su madre (de mismo nombre) hace menos de un año. Se había separado de su marido tras vivir con él en Jaén y había vuelto al barrio, al lugar donde se crió, donde había crecido a escasos 200 metros del colegio al que ahora llevaba a su hijo. Allí, volvió para intentar rehacer su vida. Pero, por el camino, se habría topado –ya decimos, según las hipótesis que se barajan– con la depresión.
Rosa había vuelto al útero materno, al núcleo familiar, para poner un punto y seguido a su vida. Junto a su hijo, trababa de recuperarse. Sin trabajo, su rutina era similar cada día. Se levantaba, se duchaba, se arreglaba y llevaba a su niño de cuatro años al colegio, a 200 metros de la vivienda familiar. Por las mañanas, saludaba a los vecinos –sin estridencias, alardes o gestos grandilocuentes– y acompañaba a su crío hasta la puerta.
Pero este lunes, al inicio de la semana, no acudió. Por la mañana, cuando abrieron las puertas del colegio, faltaba uno de los niños. Era el de Rosa, que no había acudido. “¿Por qué?”, se preguntaron las madres, antes de conocer la triste noticia. Por la tarde, el centro escolar recuperaba el pulso. El edificio permanecía cerrado, pero unos niños, en el patio, sin ser conscientes de lo ocurrido, pateaban el balón en el campo de fútbol. Eso era todo.
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El silencio, sepulcral a primera hora, tornó en dimes y diretes conforme avanzó el día. Rosa era una persona conocida. En su edificio, todos sabían quién era. “Llevaba aquí toda la vida. Ella y su marido compraron el piso hace mucho. Después, se separaron y ella se quedó aquí. Aquí crecieron también sus hijas”, explican en conversación con EL ESPAÑOL.
Rosa (la madre) había llegado a ser presidenta de la Comunidad de Vecinos y era una habitual en las reuniones con los vecinos en la sexta planta, toda en silencio tras el incidente. Allí, “hasta nos hacíamos regalos en Navidades cuando Rosa (su hija) era pequeña”, recuerda un vecino en conversación con EL ESPAÑOL.
En el resto de la vivienda, se debaten entre la perplejidad y el silencio. “No es momento para hablar”, espetan la mayoría de los vecinos. “Es que era una persona normal. ¡Cómo nos lo íbamos a imaginar!”, comentan unos y otros, que tratan de recuperarse del “duro golpe” recibido a primera hora de la mañana.
Rosa, la hija, era menos conocida. Los vecinos sabían quién era y que había vuelto, pero sin que hubiera proliferado una gran relación en los últimos tiempos. “Nos cruzábamos con ella cuando llevaba al hijo al colegio”, comentan, en el bar de la esquina. “Nadie podía pensar que fuera a ocurrir esto. Estaba muy contenta con su hijo. Pero no sé decir nada más. Nos saludábamos y cada uno seguía su camino”.
Ningún rastro de la depresión en su semblante. “Era muy atenta”. “Hablábamos y siempre comentábamos algo sobre los críos. Aparentemente, no tenía ningún problema”, explican los vecinos. Pero, en su cabeza, escondía los demonios de esa enfermedad que la habría llevado a suicidarse y asesinar a su hijo.
Por el camino, deja muchos interrogantes: ¿estaba recibiendo tratamiento? ¿Por qué se arrojó junto a su hijo? ¿Qué se le pasaría por la cabeza? ¿En qué momento una persona puede hacer algo así? Todos quedan en suspenso a la espera de la autopsia y la explicación de los familiares.
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